Orencio y Eloísa


Parte I: Guerra y paz.


La lluvia ahora caía suave y fina como una cortina. La bruma se hacía por momentos más y más densa, conforme el frío aumentaba y la noche tomaba posesión de aquel día fatídico y tenebroso. Su corazón latía con fuerza y sus ojos le escocían por las lágrimas saladas, que aún vertían silenciosamente, como la lluvia, regando su rostro hermoso. Hubiese querido gritar. Dar rienda a esos vagidos que nacían y morían con un estremecimiento entre su corazón y su garganta. Pero ella permanecía muda: todo se lo había robado el dolor.
Entre sus gráciles brazos, sostenía el cuerpo gallardo y helado. Sobre el torso emergían, rojas y brillantes, las puntas de infinitas flechas. Saetas que habían penetrado el cuerpo de Orencio y arrebatádole la vida, saetas que con el mismo vuelo habían ensartado también el corazón de la bella Eloísa.
Su figura, arrodillada y acunando el cuerpo del bravo soldado, entre la bruma y bajo la lluvia, estremeciéndose ambos al ritmo de los sollozos contenidos de la doncella, conmovió para siempre a quienes la presenciaron esa noche, a quienes conocían la historia de ese juvenil amor.

—¡Eloísa! —unos ojos claros respondieron al sonido cálido de aquella voz— ¡Eloísa! ¿Dónde estás?
—¡Orencio! —Le respondió ella con su voz alegre— bajo enseguida, no tardo.
Pocos momentos después la puerta de atrás se abría y la muchacha, sonriente, aparecía en el dintel. Llevaba un vestido blanco y sencillo, y sobre él un delantal marrón para no ensuciarlo con las tareas manuales en casa de sus señores. Sus cabellos, que brillaban dorados en aquella mañana de sol, los había adornado con una cinta oscura que resaltaba sus destellos de oro y combinaba espléndidamente con su calzado de tela negra. Pero lo que en verdad quitaba el aliento al joven soldado, a aquel hombre fuerte y juvenil, de porte marcial, ojos claros e igualmente rubio, a aquel formidable jinete y espadachín de mandíbula barbada y firme en cuyos hombros descansaba orgullosa la capa azul de los soldados del castillo, lo que en verdad le encandilaba de Eloísa, no era su sonrisa discreta o sus labios de rubí, sino esos ojos, esa mirada abismante de ese azul profundo, ese par de océanos contenidos, en los que parecía se reflejasen la luz de las estrellas…
—Pero Orencio, ¿es que te vas a quedar ahí, pasmado? Disimula un poco, al menos —le reprimió su suave voz con una risilla comedida— ¿no me das la mano, siquiera?
—¡Pues claro que sí! —le sonrió galante mientras tomaba la mano que ofrecía y le ayudaba a bajar los escalones de la puerta— es solo que me parece que estás radiante hoy, como si fueses una gran señora.
Rio ella de buena gana con esa ocurrencia ¿ella, una señora? Orencio estaba pasando demasiado tiempo con los caballeros del castillo si creía que se ajustaría a los galanteos del amor cortés. ¡Ella! La sirviente de la casa de los Guarlion, qué gracia.
—¿Te ríes, mi dama? Pues esas carcajadas están fuera de lugar: a mis ojos, y en los de cualquiera, eres más hermosa y brillante que todas las bellezas emperifolladas de los señores. Más aún: tú tienes esa lindura auténtica de nuestra ciudad: esa que hace suspirar a los marineros cuando divisan Siar.
—Ahora no sé, Orencio —le respondió mientras le regalaba una amplia sonrisa— si pensar si has pasado demasiado tiempo entre los caballeros, o en cambio en la taberna con los juglares. Si así te parezco ¿qué debiera hacer yo? ¿Me portaré como una de esas damas de los cuentos? ¿Tendré que actuar fingiendo indiferencia, como si no estuvieras aquí?
—No por favor, piedad. No me tortures así. Ven, simplemente, acompáñame, y demos un paseo.
—¿No debe el soldado vigilar las almenas? Hay un ejército allá afuera…
—¿Qué? ¿No quieres venir? Tengo el permiso, los soldados también descansamos, pero yo no tengo ganas de pasar mis horas muertas en la taberna con los demás. He cambiado mis turnos de día por algunos de noche, así puedo verte con más frecuencia y…
—¿A sí? ¿Y por eso vienes por la puerta de atrás y me llamas a la ventana, sin anunciarte al portero? 
—Ese Urbino no es persona discreta…
—Claro, porque esperas que yo deje mis labores aquí, por seguirte.
—¡Oh, Eloísa! No te hagas de rogar. Bien sé yo que lo tienes todo dispuesto: fue tuya la idea y sabías que vendría.
—¿Qué? —respondió ella, coqueta— ¿no querías hacer el juego de la dama y el caballero? ¿Cuándo se ha oído de una princesa que no se hiciera de rogar? ¿Qué gesta has cumplido vos en mi honor sir…?
—¡Con que es eso! —suspiró aliviado el joven— te diviertes a mi costa, pilla. Vale, no más alta corte entre nosotros: seamos hoy quienes somos ¿no quiere venirse hoy la criada, con este humilde mozo de cuadras, en la sencillez de nuestra clase a dar un rodeo directo y claro mientras nos decimos las cosas sin mentar en cortesías? —le dijo, ofreciéndole el brazo. Ella se lo tomó y comenzó a caminar junto a él.
—Pues claro. Aunque no has sido sincero, del todo. Un mozo de cuadras no habla así. Y no lleva una espada bella como la tuya: ¿cuántos hay de nuestra cuna, que los señores le dejen cabalgar con ellos en batalla, como a un igual?
—Ajá, lo sabía. Entonces, quieres que yo siga siendo el cortés, y tú en cambio vas libre y suelta como la brisa.
—Libre y suelta, pero atada a ti —le respondió, inclinando su cabeza sobre su hombro.

Aunque no había sido aún reconocido públicamente por los involucrados, no había persona con un poco de vida social en el castillo o en la ciudad que no supiera del amor profesado por Orencio y Eloísa. Ambos habían correteado juntos desde niños por Siar, y Orencio capitaneaba las carreras de los pequeños castellanos en aquellos lejanos días de la paz, cuando salían todos en excursiones a pie o a caballo hasta los bosques o hasta el mar, o llenaban Siar con sus risas y juegos. El tiempo había pasado y los muchachos habían crecido. También habían cambiado las cosas, nublándose los horizontes vitales con los vientos de la guerra. Un formidable ejército atacó la ciudad cinco años ya, y las huestes de siarinos habían sido vencidas y su flota hundida. Pero el Lobo de Plata, que era su bandera, no se había rendido: el enemigo les sometió a asedio y aún hoy se veía su campamento desde las torres y almenas, condenándoles a vivir en función del acero.
Los chiquillos que entonces corrían de aquí para allá habían crecido y sus manos habían servido para empuñar las armas y engrosar las filas. Las doncellas, para servir a los guerreros y a la ciudad proveyendo el alimento y el vestido y el reposo. Tiempos duros, en que la sangre se vertía con regularidad y muchas vidas se extinguían sobre las murallas y en los sucesivos asaltos. Ya no eran grandes los ejércitos que combatían. Pero tras cinco años, seguían luchando. La oscuridad se hacía cada vez más desesperante: no había ya reyes, ni emperador. No sabían nada de los paladines de la corte, ni de los hombres que tantos años atrás habían salido de la ciudad para servir al emperador y probablemente encontrar su muerte junto a él: tantos padres, tantos maridos, y a estas alturas, tantos abuelos, perdidos con esas columnas.
En medio de esas tinieblas, resplandecía el amor de Orencio y Eloísa, que maduraba día a día, sin mostrarse pero siendo en su sencillez y tranquilidad visto de todos. No lo sabían ellos, ni tampoco se admitía en voz alta por nadie, pero la joven pareja era consuelo de la ciudad, recuerdo de tiempos mejores y esperanza de la futura paz.

Caminaron calle abajo, apoyados la una en el otro. Desde el mar subía una brisa que hacía revolotear juntos sus cabellos. Con paso calmo, se dejaban conducir por su corazón hacia el puerto: el único lugar de la ciudad en que no se divisaba la presencia molesta del enemigo y permitía por eso olvidarse un momento de la guerra. Claro, si el puerto no fuese estéril como una anciana: pero la ausencia de naves de gran calado balanceándose en las olas y los restos de madera abandonados en la playa recordaban que el mar era controlado por el adversario, y nada podía entrar o salir de Siar. Apenas si podían pescar a la sombra de las torres que cerraban, mar adentro, las murallas que abrigaban la rada, y proveerse así de algún sustento. Años iban desde que el último navío zarpó hacia el poniente dejando atrás a la ciudad. Pero no importaba: en ese momento, con la amplia línea del horizonte frente a sus ojos y los muros rematados de torreones que se extendían sobre las aguas como un abrazo de la ciudad al océano, podía imaginarse que no había guerra afuera, y que el futuro no era un sueño, sino algo que en efecto podía planearse.
Pasaban ya junto a la estatua de sir Horland, fundador de la ciudad, justo antes de embocar la rambla flanqueada por añosos castaños que les llevaría a traspasar las murallas interiores para salir al puerto, cuando Eloísa vio una persona que subía en su dirección con paso vacilante:
—Mira, Ore —le dijo cantarina a su acompañante— ese que va ahí ¿no es acaso Tubaldo, el portero de la casa del gobernador? ¿Qué hace aquí a esta hora?
—Misma cosa te podría preguntar a ti ¿qué más da y qué nos importa? No me agrada Tubaldo.
—¿Vas a comenzar otra vez con eso, Ore? Tub es un buen hombre. Seguro que hubiese defendido con gusto la ciudad; pero míralo cómo renguea, no puede luchar.
—Como están los tiempos, Isa, hasta los mancos se han enrolado. Tubaldo actúa como un cobarde, y el gobernador lo protege.
—Sí, sí, señor valiente soldado —replicó en tono de reproche— como digas. Pero lo que es seguro es que si está aquí algo interesante debe saber ¿no te parece?
—¿Por qué no lo dejas estar? ¿Qué es ese afán de enterarse de todo? Siempre…
No había caso, Eloísa ya llamaba con un gesto al grueso portero, que con una sonrisa respondía ya a su saludo.
—¡Tub! Qué gusto verte. ¿Qué te trae por acá?
—Oh, no es nada. Tan solo un recado. El chico André está enfermo y he tenido que hacerlos yo este día. 
—¿Y la portería del palacio…? 
—Mi mujer, ella la atiende ahora. Pero creo que ha sido bueno: a que no sabes lo que me ha contado el guardián del torreón del puerto…
Orencio entornó los ojos, aburrido. Además de cobarde, ese Tubaldo era chismoso como una vieja. Y lamentablemente, nada mejor que un chisme matutino para Eloísa, tendría que aguantar un tiempo antes de continuar el paseo.

Resplandecía el sol y reverberaban sus rayos sobre las agujas y cúpulas de oro de la Corona de las Montañas. Cercada por los montes del norte, la soberbia ciudad se erguía sobre la peña, recortada en el blanco telón de fondo de las nieves eternas. Apoyado en una baranda de piedra en la azotea de un palacio, un hombre observaba la ciudad que se extendía a sus pies. A sus espaldas el carraspeo de un recién llegado le hizo volverse.
—Excelencia— dijo la voz— ya están aquí.
El gobernador, lord Bernard Falcoforte, se volvió para recibir a sus invitadas.
—Gracias sir Iulius. Y bienvenidas —dijo con una reverencia hacia las dos damas— me imagino que nuestro heraldo les habrá ya informado de la misión que Gáradras, la Corona de las Montañas, pone sobre vuestros hombros.
—Someramente— respondió una de ellas, de penetrantes ojos verdes y cabellos oscuros— sir Iulius tuvo la amabilidad de advertirnos de los peligros del viaje, y dado que otros lo han emprendido ya sin retorno, parecen reales. Sin embargo, Excelencia, quiero dejar en claro que mi hermana y yo estamos dispuestas a todo.
—Peligros, sí, pero probablemente no tan grandes como el mismo Iulius correrá en las tierras bárbaras —al decir esto, lord Bernard hizo una inclinación de cabeza al heraldo, reconociendo su sacrificio— me alegro veros decidida, Débora. Eso es lo que la ciudad espera de vosotras. Y vos Delia ¿seguirás en el ímpetu a vuestra hermana?
—Ciertamente, Excelencia —respondió la segunda mujer, más menuda que Débora, pero con la misma firmeza en la voz. —contad con las dos.
—Bien. Os daréis cuenta de que se trata de una misión emprendida en secreto, por el hecho de reunirnos en esta azotea. Hay ciertas personas que podrían estar interesadas en que el viaje que emprenderán no acabe bien: sir Iulius acaparará toda la atención de sus enemigos con su partida a tierras de los bárbaros; el nuevo Consejo de la ciudad estima que esta es la ocasión perfecta para que la vuestra pase desapercibida. Os iréis, pues, esta misma tarde. He aquí el mensaje que deben entregar, firmado por mí y sellado con mi anillo, de modo que os crean. Id a Siar. No sabemos nada de ese puerto desde que comenzó el bloqueo que nos mantiene aquí encerrados, y no lo romperemos sin ayuda. El Creador quiera que ellos estén libres como para ayudarnos. 
—¿Y si no lo están? —preguntó Delia— Si pudiesen moverse con libertad, pienso que ya hubiesen acudido en nuestra ayuda. 
—Hace mucho tiempo que no salimos de estas montañas —contestó sir Iulius por el gobernador— volved con las noticias que encontréis. Debemos saber qué es lo que ocurre tras el bloqueo para saber como actuar. De otro modo, quién sabe cuántos inviernos podamos seguir aguantando.

Las olas lamían apacibles la arena junto al puerto. Las gaviotas graznaban en el aire, mientras un grupo de pescadores, fatigados, arrastraban hacia la tierra las redes que habían lanzado al mar. Eloísa caminaba entre él y el oleaje, los ojos fijos en las aguas, como si el azul de unos y otras pudiera trasvasarse al ritmo de las mareas. Y Orencio… Orencio alternaba su mirada al mismo ritmo entre el paisaje y su amada. 
—¿Te acuerdas, Isa, de cuando veníamos a bañarnos con los chicos aquí?
—Claro que sí. Pero no era aquí. Recuerda: era en la playa que hay al otro lado del muro, la arena allí es blanca y las corrientes calmas. Aquí, en cambio, era un revolver constantes de naves y remos. 
—Sí, tienes razón. Parece que fuese de otra época, pero esto que se ve tan tranquilo estaba lleno de muelles y mercancías que se cargaban y descargaban de los barcos. Poco más allá se armaba un mercado más o menos improvisado… Y ahora todo esto es una desolación. Y nosotros nunca más hemos vuelto a poner un pie en esa playa, fuera de la ciudad.
—No te apenes tanto, Ore —le consoló dulce Eloísa— no todo está perdido; mira el mar: es el mismo de siempre. Igual de vasto. Igual de fértil. Las guerras no le van ni le vienen, son como las mareas. Un día pasará esta mala tormenta, y el mar y las playas seguirán ahí, esperándonos. 
—No sabes cuánto te pareces al capitán William cuando hablas así, Isa; cuando nos recuerda por qué luchamos todavía, cuando nos da esperanzas con la paz. Gracias. A veces no puedo sacarme la guerra de la cabeza, es como si no hubiera nada más. Pero hablemos de otra cosa: ¿cómo están tus padres?
Su acompañante lanzó una de sus brillantes carcajadas al aire antes de responder:
—¡Pero qué cambio tan brusco para un galante caballero! Pensé que tendrías más pericia en la conversación, Orencio. Mis padres están bien, sanos y activos como siempre. Pero la pregunta no tiene sentido: mi papá sirve en la guarnición del castillo, igual que tú y seguro lo ves con frecuencia. ¿Por qué ese interés repentino? ¿Estás pensando en algo concreto? ¿… futuro, quizá?
Orencio no pudo evitar ruborizarse un poco, y antes de volver el rostro hacia la ciudad para contestar por lo bajo, alcanzó a ver que los ojos de Isa brillaban mientras ella se mordía el labio inferior.
—No, no es nada. Sólo me preguntaba si…. Me preguntaba… que qué es lo que pensará tu padre… de mí.
—¡Ajá! Ahora eres tú el ávido de chismes —dijo divertida— eso no me lo esperaba.
—No entiendes, yo…
—Por favor, claro que entiendo, no te portes como un niño inocentón. Papá te quiere como a un hijo, y mamá te adora. —Ahora fue ella la que desvió su mirada hacia el mar, para ocultar su propio rubor— solo tienes que pedirlo…
—Isa, tú sabes que… —no, no podía decirlo. No podía aceptarlo. ¿Qué sacaba con hacerlo? Ella lo sabía y él lo sabía, y podían mantenerse así, en este acuerdo tácito, en que se amaban silenciosamente. El día en que pronunciase las benditas palabras su corazón explotaría y serían felices, pero… pero era un engaño. Un sueño que se estrellaba contra la realidad: no se podía construir un futuro en esas circunstancias ¿qué clase de vida le daría?
—¿Qué es lo que sé, Orencio?
 Un silencio incómodo se interpuso entre los dos.
—Eloísa… estamos en guerra. Si perdemos el asedio, moriré y para ti será la viudez. Y si ganamos, marcharé con el ejército a otro frente, y para ti será la soledad. No… no puedo hacerte eso. La guerra…
—La guerra… la guerra y el deber. ¿Siempre será así, no? Y yo…. Nosotros ¿es que quedaremos siempre para después?
Orencio se detuvo y la tomó por los brazos. Eloísa evadió su mirada, perdiendo el brillo de sus ojos en algún punto de la arena junto a ella. 
—Isa, óyeme. Lo nuestro no es menos importante para mí. Es solo que lo de hoy es muerte, es violencia, es sangre. Y eso no lo hemos elegido ni lo queremos para nuestro futuro. Lo nuestro es la paz. La vida. Tú, yo y todos en esta ciudad queremos que vuelvan esos días. Pero para eso tenemos que luchar todavía un poco. Cuando hayamos conquistado la victoria, gozaremos la paz.
—Sí —dijo ella, desembarazándose de él y dando algunos pasos hacia atrás— sí, si es que aún vivimos para entonces. Pero si morimos antes ¿de qué habrá servido esta espera?
Sin decir más, siguió caminando por la arena, dejando a Orencio atrás, la última frase taladrándole los oídos.

Antes de que Eloísa llegara hasta la puerta del muro interior que separaba la ciudad del puerto, Orencio la había alcanzado. Claro que no pudo volver a entablar conversación, ella había decidido ignorarlo por ahora. Para disimular, la chica no tomó la rambla de los castaños, sino que la calle que bordea al muro por dentro. Orencio caminaba a su lado, en silencio, maldiciendo su torpeza.
—Qué lindas flores, Águeda —dijo la chica a una mujer mayor que se agachaba en esos momentos sobre unos pétalos grandes y azules, más por remarcar a Orencio que le estaba ignorando que por otra cosa— ¿cómo las has conseguido en esta época?
—Hola, querida —respondió la aludida— y buenas tardes, Orencio. No es nada, las horlandias florecen precisamente a principios del otoño: son unas flores muy especiales ¿quieres pasar a ver?
—En verdad son lindas— dijo Orencio por detrás— me encantan esos pétalos azules: me recuerdan tus ojos, Isa— añadió tratando de ganársela nuevamente. 
—No, gracias, Águeda. Será para otra ocasión, hoy tengo prisa. —contestó Eloísa, ignorando a Orencio; y añadió, sin embargo, más para él que para Águeda:— Hay una guerra que ganar.
Mientras Eloísa reemprendía el camino, el soldado lanzó una mirada de súplica a la buena mujer, que ya había comprendido el desencuentro entre los jóvenes.
—Ten —le dijo Águeda entregándole un ramo bien armado— y ahora ve por ella, que no puedo sufrir verlos así.
—Gracias, Águeda, no olvidaré esto.

—¡Isa! ¡Isa! ¡Eloísa! Espera por favor. 
La mujer se detuvo bajo un arco en la boca de una calle. 
—¿Qué quieres, Orencio? ¿Seguiremos jugando, o vas ya en serio?
Eso fue una estocada dura y el jinete hizo un gesto de dolor. Traía el ramo escondido a sus espaldas.
—Eloísa… perdóname. No, esto no es un juego, no lo es para mí. Yo… tú sabes que no puedo vivir sin ti. No miento cuando digo que la situación actual es muerte y es sangre… pero sería insoportable si no te tuviera a ti. Tú eres la razón por la que combato, Isa: si no estuvieras en esta ciudad, si los golpes de mi espada no sirviesen para defenderte… creo que yo ya habría muerto.
Eloísa quería mostrarse dura, pero no se esperaba una confesión de ese estilo. Desconcertada, adoptó una pose afectada, como la que había visto alguna vez en su señora al dirigirse a ella: la barbilla alta, y los ojos fríos:
—Sigue.
—Hablo mal, y de modo precipitado. Recuerda que soy poco más que un mozo de cuadras, lo mío no son los discursos y por eso me equivoco. Lo que quiero decir es que desde hace tiempo para mí luchar por Siar y luchar por ti son una y la misma cosa. Ten, mira este ramo: ¿no son lindas estas flores? ¿No es profundo el azul de sus pétalos? Azul es el color de nuestra bandera, el color de mi uniforme, el color del amor patrio… y es el color del mar y el color de tus ojos, Isa: el color de mi amor por ti. ¿Me perdonarás?
La sangre acudió en cantidades al rostro de Eloísa, y con el rubor también un temblor de cuerpo.
—Tú… Orencio, ¿estás diciendo lo que oigo?
—Sí. Pero no me apures, te lo suplico: acepta por ahora estas flores, pues no sé aún si es este el momento o debiéramos esperar todavía un poco. Tengo que ordenar mis ideas y debo además hablar con mis superiores: sigo sujeto a la disciplina militar. ¿Crees que mientras tanto puedas ir arreglando las cosas con tu señor?
Eloísa tomó el ramo de flores y ocultó el rostro en su fragancia. Qué bien olían. Orencio acababa de confesar, a medias, que la amaba. Por supuesto que eso ya lo sabía, pero no lo había oído aún de sus labios. Un estremecimiento de emoción le recorrió. Pero, no quería dejarse llevar: aunque hubiese querido lanzarse a sus brazos, liberando los sentimientos de una espera tan largamente contenida, no podía. Orencio estaba actuando presionado por las circunstancias, porque no podía soportar perderla. Eso mostraba a las claras cuánto la quería. El remordimiento que ella sentía por esa tarde de indiferencia con que le había golpeado le recordaba cuán mutuo era ese amor. Y sin embargo, pese a todo, Orencio no había sido capaz de declararse abiertamente, y seguía poniendo esperas al asunto. Todo este gesto romántico podía pasar tan pronto como la fragancia misma de las flores, que se marchitarían. Aún así, su corazón palpitaba fuerte todavía, cuando le miró por sobre los pétalos y, al fin, dijo:
—Sí, Ore, lo haré. Y no te preocupes, añadió coqueta: quedas perdonado. —Y mientras subía por unos peldaños de piedra que la llevarían hacia la casa de sus señores, los Guarlion, se volvió para arrojar una última mirada sobre su soldado: —será mejor que lo dejemos hasta aquí por hoy, Orencio. Ya se pone el sol, y tendrás que volver a los barracones, defensor mío. 
El cielo se teñía de rosa, esa tarde, mientras la doncella desaparecía calle arriba. Y a Orencio, que emprendió el camino hacia el castillo, le parecía que no había nada más en el mundo sino aquella mujer, esa calle por la que se perdía, y aquel cielo cuya calma desafiaba la violencia de la guerra.


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Comentarios

  1. Que linda historia, la descripción de los lugares me hacen vivir contigo esta bella historia de amor. gracias por llevarnos a esos mundos.

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    1. Gracias a ti por leer! Todavía hay mucho que contar de esta pareja, espero los sigas acompañando!

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  2. interesantísimo el amor explicado como un surgimiento de una amistad, florece con un diario vivir y se enlaza con lo cotidiano, sin desconocer la cruda realidad., el asedio.
    Sin perjuicio de aquello, se puede ser feliz si existe compromiso y entrega.
    me llegó mucho lo de disfrutar de los ojos de Eloísa ya que me pasa lo mismo con los de mi reina. Seguiré atendiendo a este blog.

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    1. Gracias por el comentario y por leer. Efectivamente, me parece a mí que el amor nace de la amistad, del tratarse mutuamente. Y de los ojos, qué decir... los ojos lo expresan todo!
      Esta historia continuará, espero estar al nivel de lo escrito hasta acá.

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