Orencio y Eloísa IV
Parte IV: El enemigo oculto
El día, que tan espléndido había comenzado, se nubló de pronto, arrastradas las nubes por un fuerte viento que se levantó desde el mar y que las amontonó sobre el cielo de la ciudad, agitando también las olas con su fuerza. Antes de que pudiera darse cuenta, el capitán William caminaba bajo la lluvia al castillo.
La reunión con lord Edwin le había dejado preocupado. Era como si no solo el clima, sino que también el futuro mismo se nublara cada vez más: por la mañana había sido informado de la llegada de un oscuro mensajero al campamento enemigo, escoltado por quienes eran irrefutablemente guardias de altos mandos del adversario. Y de inmediato los contrarios comenzaron la preparación del asalto, en el que aún se afanaban. Ahora se enteraba de que se trataba de un movimiento general de tropas hacia el norte, y se quebraban las esperanzas que había puesto en una victoria del príncipe en el sur. Más que nunca, sintió que la ciudad se había quedado sola y a su suerte. Aunque resistiesen al ataque actual ¿cuánto más podrían conservar la libertad?
Muy dentro de él, sin embargo, ardía aún una esperanza difícil de describir, una llama que no se había apagado en todos esos años y no se apagaría ahora. Con ella debía mantener el ánimo de sus hombres en esta hora, quizá la más oscura que habían vivido. Eran muy pocos los hombres en la guarnición (y algunos demasiado jóvenes) de los que se pudiera decir que tenían ese mismo fuego para animar a otros. Y uno de ellos era sin duda Orencio: necesitaba contar con él.
Por eso, encaminó resuelto su paso hacia la enfermería. Era temprano en la tarde aún, la mayoría de los hombres estarían seguramente en los comedores, almorzando, y además, sabía que Eloísa estaba ocupada con Eleanor y las damas de Gáradras: podía contar con que estaría relativamente a solas con el jinete, sin la presencia de los camaradas que habitualmente le hacían compañía.
Orencio estaba tendido sobre su colchón de paja, despierto y sin moverse. Notó por el rabillo del ojo la llegada de su capitán y trató de incorporarse lo mejor que supo, pero un gesto de la mano del militar le dispensó benévolo de ese esfuerzo. Sir William traía consigo un plato de comida caliente, que había protegido bajo su capa que goteaba.
—Orencio —le dijo, mientras una curandera le ayudaba quitándole el manto: el hombre vestía la sobreveste de Siar, bajo la que se vislumbraba la cota de malla —¿qué tal te sientes?
—No demasiado bien, pero ciertamente mejor que hace dos días. No sabe lo mucho que lamento esto, me siento un inútil. He tratado de levantarme, incluso hice que trajeran mis armas —dijo señalándolas— pero no he sido capaz de aguantar su peso: me tiemblan las piernas.
“Mala cosa”, pensó sir William: si Orencio no tenía fuerzas para levantarse, mucho menos podría luchar junto a la tropa y animarles con su ejemplo. Y sin embargo, era crucial que el joven se sobrepusiera a su debilidad y tomase de nuevo la espada: este asalto podría ser el último. Pese a todo, no tenía un aspecto tan desmejorado; quizá era cuestión de tiempo.
—Ten —le dijo mientras se encuclillaba junto a él para entregarle el cuenco— necesitas reponer fuerzas, come.
Echó un vistazo alrededor y vio las armas que Orencio le había indicado y, junto a ellas, cerca de su cabecera, descubrió unas flores grandes y azules. No pudo sino sonreírse, enternecido al intuir la historia detrás del ramillete.
—Bonitas horlandias. Supongo que Eloísa ya estuvo aquí. Y sin embargo, la he visto yo hace poco en casa de lord Edwin. Debe haber venido temprano.
El joven soldado guardó silencio, entre sorprendido y avergonzado: no sabía qué actitud tomar ante su superior. Muy a su pesar, sintió cómo se ruborizaba, antes de contestar, a baja voz:
—Sí… ella, viene a menudo. Hoy estuvo aquí diría yo que desde el alba, al despertar ya estaba junto a mí. Me cuida como una madre a su hijo.
—Y más, me atrevo a decir. Verla fue la razón de pedir esos turnos dobles de día y noche, supongo. ¿No es así?
—Sí, señor. Fue así. Yo también quería verla con más frecuencia. Si he actuado mal yo…
—Para nada, no hay nada malo en ello, menos en tu caso, que siempre has cumplido devotamente con tus deberes en la guarnición. Nadie, y menos yo, podría echarte en cara falta alguna. Desde hace años que eres un punto de referencia para los demás guerreros de Siar. Damián, por ejemplo, no deja de hablar de ti.
—Gracias, capitán. Todos en esta fortaleza son como hermanos para mí. Siento que me debo a ellos en primer lugar: hemos arriesgado y derramado nuestra sangre unos por otros tantas veces ya… Y aún así, la idea de que lo que siento por Eloísa pudiese estar de algún modo en conflicto con mis deberes en esta guerra me tiene intranquilo. Los soldados tenemos que estar dispuestos a dejar la vida por la ciudad, pero si se me pidiera dejar a Isa no me siento con fuerzas suficientes para hacerlo. Pese a ello, si puedo aún serle útil en algo, dígamelo.
—Orencio, muchacho —le contestó en tono confidente— no podría yo pedirte tal cosa, pues sería también desgarrar el alma, no solo tuya, sino de todo este castillo. Ninguno de mis hombres lo toleraría pues, aunque no se den cuenta tú y tu chica, a todos nos alegra el corazón verles juntos. Es como un remanso de paz, es un verdadero desafío a la violencia de esta contienda. Y además, sé muy bien que tú ya no serías el mismo, no combatirías igual, y perderías tu audacia y tu valor. Quizá te harías más temerario, quizá buscarías la muerte entre las lanzas, si no tuvieras un motivo tan poderoso para volver a salvo. No, Orencio, definitivamente, lo tuyo con Eloísa tiene mi beneplácito, si es lo que estabas buscando pedirme.
Se hizo un nuevo silencio. El rostro del joven se volvió serio. De nuevo, se presentaba ante él la necesidad de tomar una decisión inmediata, y no sabía qué hacer. En su situación, sujeto a las leyes de la guerra, debía pedir permiso a su superior, a quien tenía en frente, si quería pedir la mano de una doncella. Sir William, consciente de eso, se lo dejaba ahora en una bandeja. Y sin embargo ¿podía realmente pedir su mano? ¿Es eso lo que debía hacer? Echó una mirada al capitán, y se encontró con sus penetrantes ojos, que podían tanto ser duros como el acero como paternalmente comprensivos. Luego de dudar un segundo, volvió a hablar:
—Capitán ¿me permite pedirle consejo sobre este punto?
—Claro que sí —respondió el caballero, un poco desconcertado.
—Que no se entienda mal: yo amo a Eloísa. Aunque nunca he sido capaz de decírselo tan claramente, ella lo sabe. Y yo sé que me ama: no necesito que me lo diga, sin hablar, lo hace constantemente: estas flores, y los cuidados que ha tenido conmigo, son suficientes como para que su cariño lo vea incluso un ciego. Verdaderamente, no quisiera que hubiese ninguna otra mujer en mi vida, y quisiera que fuésemos, para siempre, el uno para el otro. No hay nada que desee con más fuerza que pedir su mano. Sé, además, que cuento con la aprobación de sus padres. Pero…
—¿Pero?
—¿Pero de qué sirve, qué objeto tiene pedir su mano, en esta guerra? ¿Y si yo muero mañana? ¿O ella? ¿Si cae la ciudad? ¿Qué seguridades puedo darle? ¿No es mayor el sufrimiento al que la condenaría al consentir así en nuestra unión? Un día nos decimos que estaremos juntos para siempre, y al siguiente estoy muerto, o con la obligación de partir, armas en manos, a tierras lejanas sin saber si volveré. Es como dar a probar un dulce al hambriento, y luego negárselo eternamente. La otra opción es dejar la guerra para estar con ella, pero no puedo hacer eso. No podría vivir tranquilo sabiendo que mis hermanos de armas se fatigan y desangran mientras yo soy tranquilamente feliz. Y si luego, además, perdiéramos en el frente y la ciudad fuese arrasada y Eloísa… y Eloísa cayera en las manos de ellos ¿cómo vivir con la culpa de no haberla protegido, de no haberla defendido? No sé qué hacer, capitán: pareciera que tengo que escoger entre mi amor y mi patria, y es una elección dura.
—No hay tal elección, Orencio. Pues si combates por la patria, luchas también por Eloísa, eso lo sabes bien. Es cierto que las armas tienen su riesgo, pero tú y ella han aceptado hasta ahora ese riesgo. Ella sabe que puede perderte cualquier día, pero me atrevo a asegurar que está orgullosa de tu papel en las almenas, y que, aunque se agite su alma cada vez que suena el cuerno de guerra y tú saltas sobre las escaleras enemigas, en el fondo ella y la ciudad entera duermen tranquilas sabiendo que Siar tiene quien les defienda.
—Sí, eso lo sé. Isa jamás me pediría que renuncie a la defensa de la ciudad, menos ahora. Pero ¿no merece ella mucho más que una vida en vilo, siempre?
—Efectivamente, merece muchísimo más. Y sin embargo, ha preferido esto, porque te quiere. Por otro lado, lo más que podemos hacer es darlo todo, pero no más que aquello que poseemos: quisiéramos entregar a nuestros amados la paz, pero de momento solo tenemos la guerra. Nada sacamos con lamentarnos. Lo que me lleva a otro punto: me has pedido consejo. Pues bien, creo que estás agobiado porque tratas de entregar lo que no está en tus manos. Y esperando a tenerlo todo, pasará tu tiempo sin dar nada, aguardando siempre a unas circunstancias mejores. Créeme: no hay día que no me arrepienta de no haber aprovechado más los instantes que tuve con Sarah, mi difunta esposa. No pudimos tener hijos, pero nos teníamos el uno al otro. Hasta que la peste la arrebató de mi lado. He llorado su partida todos los días de mi vida desde entonces, y hoy daría lo que sea por pasar un nuevo día con ella, no importa si ese día es soleado o no. Si ambos, tú y Eloísa, están decididos y dispuestos a abrazar al otro, con toda su historia y circunstancias actuales, no esperen más: precisamente porque no saben cuánto tiempo más se tendrán el uno al otro. Además, las mujeres puede que no tengan la fuerza para cargar una armadura y dar un golpe de espada que hienda el escudo de un enemigo, pero te aseguro que son más fuertes que nosotros en estas cosas del espíritu: con Eloísa a tu lado, tendrás siempre un refugio al que volver en los días más oscuros. Y, por ella, serás capaz de hacer mucho más de lo que harías solo por honor u orgullo.
Se iluminó el rostro del joven soldado, que dejó escapar un suspiro de alivio. Sir William sonrió.
—Gracias, capitán. De verdad. Entonces, si cuento con su beneplácito, pediré la mano de Eloísa. Apenas me recupere de esta enfermedad, hablaré con Abelardo. Qué digo: apenas lo vea.
—Estoy seguro que la noticia la recibirá feliz.
Orencio dejó que una sonrisa se dibujase en su boca, la mirada perdida entre las vigas del techo, y el pensamiento muy lejos de allí. Sir William no pudo evitar pensar en su propia esposa y se enterneció su alma. Se había ya preparado para llamar la atención de Orencio y plantearle el motivo de su visita: pedirle el sacrificio de su salud para asegurar el ánimo de sus hombres, pedirle en definitiva que no hiciera caso de la flaqueza del cuerpo y le exigiese sostener la lanza y cargar con la cota de mallas, pero no tuvo corazón para hacerlo, para hacer resonar el llamado del deber. ¿Cómo podría? Exigir tal cosa era ahora exigir una muerte heroica y también destrozar el corazón de una joven. No. No se lo pediría: que se recuperase en ese lecho y viviese aún. Si algo había de sobrevivir al asedio, que fuese el amor de esos jóvenes enamorados. Él y los demás soldados combatirían y resistirían para darles la oportunidad de vivir la vida que merecían.
—Descansa, Orencio —se despidió el caballero— ya nos veremos de nuevo sobre las almenas.
La lluvia había cesado, pero el cielo anunciaba que era un asunto momentáneo: las nubes seguían acumulándose negras y amenazantes. Y entonces, una melodía alegre irrumpió en las calles de la ciudad, atrayendo la curiosidad de cuántos pasaban. Eleanor y las damas de Gáradras habían conseguido encontrar un alojamiento discreto atendido por personas de confianza y no había pasado mucho tiempo desde que su señora dejase a Eloísa al servicio de Delia y Débora para lo que pudieran necesitar, cuando también ellas oyeron la música.
Débora y Delia no hubiesen hecho mayor caso, si no fuese por la agitación que provocaron esas notas lanzadas al aire. El posadero salió a la calle mientras sus hijos se asomaban curiosos a las ventanas superiores. Escenas semejantes se repitieron a lo largo de la callejuela y por los caminos que conducían a la cercana plaza del pozo. Los viandantes cuchicheaban excitados y algunos niños corrieron en dirección al artista que aparecía, colorido, arrancando la música de su laúd. Débora iba a preguntar a Eloísa qué sucedía, pero la vio entonces también asombrada y con claras muestras de que en ese momento solo quería ir junto a la muchedumbre que se aglomeaba ya.
—¿Pero qué pasa, niña? —dejó escapar molesta la dama— ¿Es que no habéis en este pueblo escuchado nunca a un juglar? Por lo demás, seguro que este, en cinco años, ya habrá agotado todo su repertorio.
Se elevaba en ese momento la voz del aedo, clara como la brisa de montaña, desde donde parecía que provenía la gesta que comenzaba a cantar: los primeros versos fueron suficientes para que Eloísa reconociera una conocida historia local:
—¡Es Áton! ¡Oh, madre mía, si está por cantar la historia de los hechos de Áton! Perdónenme, mis señoras —y advirtiendo de súbito que la excitación le había llevado a hablar sin decoro ante tales damas, se corrigió en el acto: —es decir, perdonadme: Áton es uno de los héroes de los días antiguos, y hace años que su historia no es oída en Siar, pues nadie era capaz de recitarla con pericia. Pero ¡oíd a este! Dadme licencia unos momentos para escucharle, o venid conmigo a disfrutarla. ¡Oh, ha pasado tanto tiempo desde que hubo una función en Siar!
—¿Pero, dices entonces que este hombre no cantó nada en todos estos años? —preguntó Delia, excéptica.
—¿Este hombre? No lo conocemos, no es de aquí. Se trata de un recién llegado, como vosotras ¡qué de noticias traerá de fuera!
Las dos mujeres intercambiaron una mirada sombría. Delia iba a replicar, pero Débora se adelantó:
—Ve, oye lo que tenga que decir. Y vuelve pronto a nosotras: quiero saber todo lo que averigües sobre ese juglar.
El tono fue suficiente para poner en alerta a Eloísa, que entendió que algo no andaba bien, y que esas damas extranjeras sabían algo más. Y entonces, como desembarazándose de un hechizo, se dio cuenta de lo infantil de su actitud, y de cómo inocentemente había pasado por alto detalles inquietantes que habitualmente la hubiesen puesto en guardia. Claro que había motivos para sospechar: ¿quién era el forastero que así se presentaba en una ciudad sitiada como si hubiese entrado tranquilamente por la puerta? Y el día antes de un ataque total, según se había enterado ella. Justo cuando las dos mensajeras de una ciudad aliada temían por peligrosos movimientos enemigos ¿y un completo desconocido tenía vía franca para entrar en Siar, como si se burlara de todas las defensas? Aunque se traquilizó recordando que lord Edwin había referido que el trovador tenía la protección y la amistad del gobernador, se acercó a la multitud con ojo más crítico, por si veía alguna otra cosa sospechosa.
Fue un verdadero espectáculo. Subido sobre el borde del pozo, en peligroso equilibrio, Róberick de Angrados, cuyo era el nombre del artista, interpretaba magistralmente un antiguo poema, uniendo a las cuerdas templadas de su instrumento la potencia de su voz. Al poco, todos tarareban la melodía, y repetían los coros. La ciudad parecía súbitamente revivir y todo cambiaba alrededor. De pronto, las paredes de piedra habían caído y los cielos sobre ellos se veían más claros, más jóvenes y luminosos: les pareció que surcaban los mares desde una lejana tierra, acompañando al héroe exiliado que llegaba a las playas de Siar. Casi se puede decir que vieron el resplandor de su rostro y el fulgor de su espada, sintieron el frío aire de las montañas y la nieve bajo sus pies, aguantaron la respiración mientras los aceros de la hoja del héroe centellaban al chocar contra la maza del monstruo y muchos hombres fornidos tuvieron que ocultar el rostro para que no fueran descubiertas sus lágrimas cuando la voz sonora del juglar anunció al mismo tiempo la victoria sobre el gigante y la muerte de Áton, héroe sin par.
Una ovación cerró la actuación del artista, que había devuelto la alegría a espíritus acechados por las penas de la guerra. Eloísa estaba impresionada. Ella misma sintió los efectos del cantar, y le pareció que el gobernador había tenido razón en dejar entrar al aedo, precisamente el día anterior a que la ciudad se enfrentase a su propio gigante. La muerte no era la última palabra… pero atajó sus pensamientos, aún así el hombre era sospechoso: una vez que anunció que podría ser encontrado en “El Jabalí y la Lanza”, regresó a informar de todo a las garadrinas.
—¿“El Jabalí y la Lanza”?— Era Delia la que hablaba —¿sabes cómo llegar allí?
—Sí. Es una posada y taberna que queda cerca del puerto, muy frecuentada por los marineros, que pasan en ella sus horas de ocio. Pero, si me permitís, señoras…
—Adelante —le autorizó Débora.
—Mi señora Eleanor me ordenó ayudaros en lo que necesitéis. Y veo que esto os preocupa: creo que puedo ser de utilidad si me advertís un poco más sobre lo que os inquieta.
—¿Pero quién crees que eres para pedirnos cuentas…? —comenzaba a decir Delia, pero fue interrumpida por la misma Eloísa, quien no sabía que fuese capaz de audacia tal:
—No se enoje mi señora con lo que digo, entendedme: vosotras sospecháis, y veo que con razón, de un recién llegado, pero para mí también vosotras sois forasteras y habéis entrado de algún modo que desconozco a la ciudad. Tanto el juglar, Róberick de Angrados, como su señorías cuentan con la amistad y protección del gobernador: esto lo sé porque se lo he oído esta mañana a lord Edwin. Él tampoco parecía estar muy contento con la decisión del gobernador, pero es claro que os apoya a vosotras y eso es suficiente para que yo lo haga también. Entonces, para ayudaros, necesito saber qué motivos hay para vigilar al juglar, cuál es la amenaza.
Delia frunció el seño, pero su hermana la apaciguó: “tiene razón” le dijo, y sin admitir réplica, se dirigió a Eloísa:
—Veo que tienes agallas, y que además eres dueña de un oído atento. Pues bien, eso puede sernos de mucha utilidad, escucha: me temo que hay un peligro mortal sobre esta ciudad y, por lo tanto, también sobre la nuestra. Pero no hablemos de esto en la calle: vamos adentro.
—¿De modo que creéis que el príncipe fue derrotado en el sur y que se avecinan nuevas fuerzas enemigas? —resumía Eloísa. Estaban en la habitación de la posada, con las contraventanas cerradas. Afuera se oía de nuevo el caer de la lluvia.
—No solo lo creemos —dijo Delia— lo afirmamos. Es decir, no sabemos qué será del príncipe, pero con nuestros propios ojos, en nuestro viaje hasta aquí, hemos visto cómo se preparan en las ciudades conquistadas del norte para recibir refuerzos. Pudimos infiltrarnos en algún campamento y obtuvimos información clara de que todos los efectivos del enemigo tienen orden de reunirse en Gérsula, antes de acabar el otoño. Quieren lanzar un ataque final sobre Gáradras para tener acceso a sus minas de oro, y poner fin a la contienda. Eso pone presión a los sitiadores de aquí, de Siar: o terminan el trabajo ahora, o tendrán que levantar el asedio y marcharse.
—Es decir —concluyó Eloísa— que es una carrera contra el tiempo. Solo tenemos que resistir unas semanas más, como lo hemos hecho los últimos cinco años: no parece un imposible, en realidad: y en cambio habláis de una amenaza mortal.
—Precisamente, ese es el peligro, Eloísa —intervino Débora— el que creáis que los días venideros serán iguales a los ya pasados. Para nada: el estar contra el tiempo hará que el adversario extreme sus recursos y no continuará intentando estrategias que no le sirvieron en el pasado: buscará alternativas más veloces para rendir la plaza, y probablemente eso signifique modos más crueles, salvajes o simplemente deshonestos.
—Curioso que mencionéis la honestidad en una guerra…
—Y sin embargo, hasta la guerra tiene sus leyes —atajó Débora— lamentablemente mi hermana y yo hemos sido testigos de cuán poco le importan al enemigo. Si encuentran una oportunidad, la aprovecharán: y ciertamente es preocupante saber que un artista trotamundos haya conseguido introducirse sin problemas aquí. Aunque él mismo no sea peligroso, su presencia es prueba de que podrían haber ya entre nosotros otros que sí. Y con enemigos operando desde dentro, la situación puede volverse crítica en medio de una batalla.
Eloísa guardó silencio, asimilando la información recibida. En su regazo, sus finos dedos se retorcían entrelazados. Su pensamiento se iba necesariamente a Orencio, al pensar en el peligro de la ciudad. Él había sido siempre el defensor, pero ahora convalecía, mientras una amenaza interna les asechaba. Si él supiera lo que ocurría pondría atajo inmediato enfrentando al enemigo. Claro, si se lo pusiesen enfrente y se lo señalasen. Pero ahora había que descubrirlo, y Ore nunca había sido muy perspicaz en cuanto a adivinar las intenciones de la gente. Esta vez, era ella quien podía marcar una diferencia, y proteger a Orencio de una muerte a traición, indefenso en su lecho. Luego de pensarlo un poco, se volvió hacia las damas de Gáradras:
—Si hay infiltrados en la ciudad, contad conmigo para hallarlos y detenerles. Por el momento, creo que podemos dejar en paz al juglar: no solo porque cuenta con la protección del gobernador, sino porque, si realmente quisiera nuestro mal no estaría cantando gestas que animan a todos a combatir, o a morir luchando como Áton. Si viene de fuera, también él debe conocer los movimientos enemigos, y le bastaría esparcir la voz, o al menos el rumor de una derrota de nuestro príncipe para desmoralizar a todo el castillo.
—¿Lo ves, Delia? —dijo Débora a su hermana— esta chica es avispada, y por segunda vez lo demuestra. Tiene razón. ¿Cómo puedes ayudarnos, Eloísa?
—Conozco muy bien Siar, y sé a quiénes se puede acudir para informarnos sobre personas sospechosas. Tan solo hoy en la mañana me he enterado de la aparición de un curandero del que nunca había oído. Un hombre moreno y bajo, que le vendió al portero del gobernador unas hierbas que dice pueden ayudar a nuestro señor a curar sus jaquecas. Por supuesto, nadie le había visto antes, y le exigió al portero silencio sobre el suceso. Quien me contó esto suponía que podría ser uno de esos hoscos peones de puerto que llevan años varados aquí y que poco se relacionan con la ciudad, preocupados solo de la bebida. Sin embargo, resulta que, si alguien quisiera colarse en la ciudad, el mejor modo de lograrlo es a través del puerto: el guardia del torreón no ha estado muy atento últimamente.
—Eso es más que suficiente como para estar alertas y comenzar de inmediato a investigar. Encamínanos hacia el puerto —le dijo Delia, decidida— pero tú ve al palacio del gobernador, y pon un ojo sobre ese portero y sobre el señor de la ciudad: puedes decir que vienes de nuestra parte. Me dan mala espina esas hierbas, y también la facilidad con que el gobernador permite la entrada de extraños, por incoherente que suene en mi boca: quiera el Creador que me equivoque.
Al salir, lo primero que vieron fue a un grupo de soldados que, presurosos, cargaban unas vigas que llevaban hacia el castillo. Las mujeres se subieron las capuchas para protegerse del aguacero:
—Están reforzando las murallas— dijo Eloísa señalando al piquete de guerreros que se alejaba calle arriba— quiere decir que se esperan un ataque inminente.
—Menos tiempo tenemos, entonces —aportó Delia— vamos, cada quien a lo suyo. Nos reuniremos frente al palacio Guarlion al anochecer.
Tras estas palabras, las garadrinas se perdieron en dirección al puerto, siguiendo las indicaciones dadas por Eloísa. Ella debió haber ido inmediatamente al palacio del gobernador. Pero no lo hizo.
Un mal presentimiento había nacido en su ánimo nada más ver a los soldados con la viga. “Ataque inminente”, había dicho. Normalmente no se hubiera preocupado tanto. Pero ahora Orencio estaba postrado en cama. Para bien o para mal, solo el acero lo diría, el asedio estaba por concluir, y le atenazó la idea de que quizá no volvería a ver a su amor. Cuando comenzó a caminar, la decisión ya estaba tomada: antes de ir a casa del gobernador, pasaría una última vez a la enfermería.
Continúa en "Sospechas de traición"
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