Orencio y Eloísa V

 

Parte V: Sospechas de traición





Sentado sobre su lecho y apoyado de espaldas contra el muro, Orencio soñaba despierto. Se sentía más ligero desde que se había por fin resuelto a dar el paso decisivo, y alegre como si ya lo hubiese dado ¿qué era, de todos modos, eso de pedir la mano a Abelardo, sino una formalidad? Su corazón ya era de Eloísa, y sabía que el de ella ya era suyo. No es raro que, en ese estado, al ver entrar a la interesada en la sala de la enfermería no supiese de inmediato si era realidad o efecto de su imaginación. Hasta, por supuesto, que oyó su voz:
—Ore ¡estás despierto! ¿Vas mejor?
—Isa, pues ahora que te veo, muchísimo mejor. Aunque mi cuerpo diga lo contrario ¿qué importa si estás aquí?
La chica le regaló una mirada coqueta antes de responder, con ese gesto tan suyo de apoyar el mentón en el hombro, mientras se sentaba a su lado.
—Parece que despertamos románticos ¿eh? Será la fragancia de las flores que te dejé…
—Oh, mucho más que eso: las horlandias han conseguido que vea las cosas con mayor perspectiva ¿sabes? Ellas y algunas visitas que he tenido esta tarde.
—¿Visitas, eh? Será Rinaldo o Baldo, que rondan siempre por aquí.
—Rinaldo, Baldo, sí. Pero también estuvieron Damián y Julián, y cantamos alguna canción juntos para alegrar un poco el ambiente. —Y luego de un silencioso intercambio de miradas, continuó, sin quitar sus pupilas de las de ella:— También estuvo por aquí el capitán William.
La solemnidad con que hizo el anuncio provocó un estremecimiento de corazón en Eloísa. Sus frentes estaban muy juntas cuando ella preguntó:
—¿Sir William? ¿Es que acaso tú…?
—Sí, Isa. Tengo el permiso. Y apenas se aparezca tu padre por aquí, pediré también tu mano. Si eso es lo que quieres, claro.
Eloísa le abrazó por toda respuesta. Hubiese querido gritar de júbilo, pero el mismo abrazo le reveló que Orencio temblaba, y no por la emoción: su cabeza hervía, mientras su cuerpo frío la obligó a apartarse llena de preocupación:
—Ore, estás muy mal: ven, recuéstate para arroparte…
—Eso no importa ahora, Isa, estoy bien, porque te veo.
—No digas bobadas y hazme caso: quiero que llegues sano a la boda. —Y con inmenso cariño, le acomodó la colcha y arropó con las mantas mientras buscaba con la mirada a alguna de las curanderas de Hilda.
Remojó un trapo en un cuenco de agua y lo puso sobre su cabeza hirviente. Orencio cerró los ojos, con gesto aliviado. Musitó un tímido “gracias”.
—No sé qué estabas pensando, sentado y desabrigado así —le regañó con cariño— Si Hilda te viera te estaría sermoneando. —Y con una sonrisa agregó:— Tienes que mejorar: no te olvides de que estás destinado a hechos heroicos.
—No me hagas reír, Isa. ¿Lo dices por las horlandias que me regalaste? Es una bonita leyenda, pero para realizar gestas de cuento se necesita más que simplemente que te regalen unas flores. Además, yo fui el primero en obsequiártelas ¿recuerdas? Según eso, también tú tendrías que estar en camino de la gesta.
—Pues bien ¿por qué no? ¿No hay heroínas en los cantares?
—Dame la mano, Isa, quiero sentirla —ella se la dio y él la apretó firme contra su pecho— tú ya eres mi heroína. ¿Sientes este mi corazón? Pues cada latido se mueve por ti. Y lo mismo que el corazón, todo. Cada vez que levanto la espada o el escudo, estás tú ahí: cada uno de los hechos por los que me recuerdan en las almenas son tus hechos, tú los has impulsado. Si yo he de ser un héroe como dices, lo serás tú también, lo seré por ti. Y dentro de poco, una vez que sane y tenga tu mano, seremos uno solo para siempre.
Ella acarició sus cabellos emocionada. Al cabo de un segundo le dijo:
—No te lo tomes a mal, Ore, pero en cierta medida me alegro de tu enfermedad. No sé qué te habrá dicho el capitán, pero se avecina una batalla. Por una vez, no temeré por tu vida, aquí estarás a salvo. Y quizá, después de la contienda, por fin tengamos paz.
—¿Batalla? ¿Paz? ¿De qué hablas?
—Ya sabes que el enemigo está ahí afuera. Llevan todo el día preparándose para un nuevo asalto. Pero ahora hay algo más: tenemos información de que probablemente será un ataque final. Solo hay que resistir una vez más, pues si no consiguen conquistar el castillo, tendrán que levantar el asedio para marchar a otro frente.
—¿Es por el príncipe? —dijo entusiasmado Orencio— ¿será que tiene ventaja en el sur y el enemigo está llamando refuerzos? ¡Magnífico! 
Eloísa no tuvo valor para sacarle de su error ¿qué más daba? Ya se enteraría.
—No importa eso ahora. Lo bueno es que estarás aquí, nosotros resistiremos para conseguir la libertad y nos casaremos, en paz.
En ese momento Hilda y una de las curanderas se acercaban, atareadas pero contestando al gesto con que las había llamado Eloísa unos momentos atrás. Ella entonces les explicó los síntomas que veía en Orencio y le dejó en sus manos, despidiéndose una última vez. Pero no como otras veces: ante los ojos impresionados y un tanto escandalizados de las enfermeras, se besaron. Cuando la chica salía de la sala y la mirada de Hilda buscaba una explicación, el soldado dijo: “Hilda, Eloísa y yo nos casaremos. ¿me podrías hacer el favor de llamar a Abelardo?”.

Corría Eloísa, alegre bajo la lluvia, en dirección al palacio del gobernador. Ya nada se interpondría, nunca más, entre Orencio y ella: la guerra ya no sería un problema ni un obstáculo para que estuviesen juntos. Y si había enemigos dentro de la ciudad tramando para entregarla, los encontraría y les descubriría a ojos de todos: no podía ser de otra manera, pues ninguna amenaza le parecía lo suficientemente grande para su felicidad.
Se extrañó de no encontrarse con Tubaldo en la portería y de que nadie vigilara la entrada en su lugar. Se trataba de un descuido que podría poner en problemas al grueso portero, por lo que no quiso llamar la atención sobre este punto. Los candelabros ya estaban encendidos, pues la tormenta exterior había hecho de este un día oscuro. Reinaba un cierto silencio, que Eloísa atribuyó a órdenes del señor de la casa, que con sus frecuentes dolores de cabeza no soportaba bien los ruidos. Pensó que, si iba a vigilarle, tendría que exponer algún motivo para presentarse ante él, pero también que no podía hacerse anunciar: era mejor entrar en su cámara de improviso que darle tiempo a ocultar lo que estaba haciendo, si es que en efecto algo ocultaba. Se dirigió pues a las cocinas y no le costó trabajo que una de las criadas le facilitase agua caliente para preparar una infusión al gobernador: aunque no era ella parte de la servidumbre de palacio, sí era conocida de todos, pues la casa Guarlion frecuentaba bastante la mansión.
Premunida, pues, de una buena excusa, se dirigió a los aposentos del señor de Siar. Abrió la puerta con cuidado y entró despacio. Las cortinas estaban cerradas y la luz provenía solo de un grueso candelabro sobre una mesa. Ante ella, una silla en la que estaba el anciano gobernador, aparentemente dormido con el rostro sobre el escritorio. Un tazón volcado sobre los papeles y un hilillo de sangre que brotaba de sus labios entreabiertos manchando la madera hicieron que Eloísa dejara caer su bandeja, horrorizada: el gobernador estaba muerto.

La lluvia era ya torrencial y la luminosidad escasa, a pesar de no ser muy tarde aún. Por las callejuelas cercanas al puerto, dos mujeres deambulaban ocultos sus rostros bajo las capuchas. Eloísa las había puesto en buen camino y la verdad es que sus indagaciones, primero con el vigía del torreón, y luego con algunos peones a quienes hallaron en una cantina, estaban dando frutos. Era irrefutable a sus ojos que algún enemigo se había infiltrado en la ciudad y que estaba tramando la manera de entregarla cuando más vulnerable fuera. El ataque que se preparaba sería solo la pantalla para ocultar el golpe de gracia.
En una decadente taberna, un ebrio Róberick de Angrados había hablado en voz demasiado alta ante un par de soldados que le interrogaron, y se extendía ya un oscuro rumor entre las gentes de mar. Se había desatado ya la tormenta sobre las aguas, pero esos marineros, supersticiosos, creían que la flota enemiga era asistida por poderes que dominaban el agitarse de las olas. Por supuesto, las damas de Gáradras no hacían caso de estos miedos marinos, pero sí de la noticia que transmitían: el juglar había sido prisionero del enemigo, había visto naves, y eso significaba un viaje de la flota hacia el norte. Es decir que los refuerzos podían estar aún más cerca de lo pensado.
Seguían ahora a un hombre que les había asegurado poder guiarlas hacia el misterioso curandero, vendedor de especias, cuya pista estaban siguiendo. Las hermanas comentaban por lo bajo que, si sus sospechas eran ciertas, el enemigo oculto estaba preparando algún golpe que desestabilizara la ciudad, y aprovecharía la batalla, o el desembarco que seguramente se produciría en los siguientes días, para abrirles alguna entrada a los sitiadores desde dentro que les permitiese saltarse las defensas y acabar con la resistencia.
El hombre, algo bajo, les llevó hacia una casa destartalada y de apariencia abandonada, a poca distancia de la taberna en la que había hablado el juglar. Con un gesto, les indicó que entraran tras él. Débora y Delia no dudaron. Estaba oscuro: la luz era apenas suficiente para ver la morena figura de su guía recortada en la penumbra, y al volverse este centellearon sus ojos, resueltos. 
—Creo, señoras, que habéis estado incomodando de más a estas gentes con vuestras preguntas. 
Desconcertadas, sintieron manos gruesas que las sujetaban por detrás y les tapaban la boca. De nada les sirvió luchar: dos enormes peones de puerto las redujeron de inmediato y violentamente, poniéndolas de rodillas ante la oscura figura. Con una sonrisa maliciosa, este levantó unas cuerdas.
—Pero no os preocupéis: yo, Bartolomé, me aseguraré de que no tengáis la desgracia de volver a incomodar a nadie. Atadlas a las sillas: ahora las preguntas las haré yo, pues he de saber qué tanto saben y quiénes más están al tanto de la operación.

El ruido de la vajilla quebrada reverberó en la silenciosa casa, y alertó a la servidumbre. Coincidió la agitación con la entrada de lord Edwin, quien venía a entrevistarse con el señor de Siar, luego de haber convocado al concejo de la ciudad y los principales nobles. Los gritos de horror desgarraron el aire desde el piso superior en que estaba el estudio del gobernador: de inmediato, lord Edwin se unió a los criados que corrieron escalera arriba e, imponiéndose con su autoridad, fue quien abrió la puerta. Y fue también el primero que vio a Eloísa, pálida, junto al escritorio en que yacía muerto el amo del palacio.
No importó cuántas preguntas se le hicieran, Eloísa no logró explicarse ni explicar qué es lo que había ocurrido. Ninguno de los criados podía decir tampoco cuándo había entrado la muchacha, y Tubaldo aseguró que no podía ser por la puerta, pues él no la había visto. Una de las cocineras informó que Eloísa había pasado por las cocinas para preparar una infusión al gobernador.
Ya estaban reunidos los principales nobles del Siar, y el concejo de la ciudad. Eloísa estaba sentada en un rincón, bajo sus miradas escrutadoras.
—Dinos ¿qué hacías aquí? ¿Por qué no estabas en mi palacio, o con las damas de Gáradras? —interrogaba con gesto duro lord Edwin.
—Es… es lo que intento deciros: ellas, Débora y Delia, me enviaron aquí. Dicen que puede haber un enemigo oculto, y sospechaban… sospechaban del gobernador.
—Luego —intervino uno de los señores— confiesas que lo mataste. ¿Por orden de ellas? ¿Quiénes son estas señoras, después de todo, y por qué debiésemos confiar en las tales Débora y Delia?
—Caballeros, no podemos dudar de esas damas, se presentaron ante nosotros con los sellos de Gáradras… —apaciguaba lord Edwin, pero fue interrumpido violentamente por Eloísa.
—¡No, no: yo no maté al gobernador, por favor, créanme! Al entrar aquí estaba ya así, muerto. La infusión… eso debe haberlo matado.
—¿La infusión que preparaste tú, según nos han dicho? —volvió a la carga, ahora lord Edwin, enfadado por la interrupción.
—No, mi señor; tiene que creerme: —insistió, sin ningún cuidado del tono y el decoro, tuteando inadvertidamente a su señor— alguien más ha hecho esto, y perdemos tiempo crucial mientras el asesino va por la ciudad. La que yo preparé la derramé al encontrarme con todo esto, se me cayó de las manos del espanto. Créanme, las señoras, Delia y Débora, ellas pueden decirlo, ellas me enviaron aquí…
—Comprenderás, Eloísa, que todo esto es muy sospechoso. Llevas ya unos días yendo y viniendo. Eleanor me comentó que a veces desapareces horas del servicio. Luego, el capitán William y yo te sorprendimos oyendo una conversación privada altamente secreta. Pensé que tus paseos eran por ese amorío tuyo, pero ¿cómo saber si no estabas ya en contacto con el enemigo? Y me duele aún más, habiéndote criado en mi casa, hospedado en mi palacio.
—¡Por favor, lord Edwin, debe creerme! —repetía desesperada— sé que se ve sospechoso pero no es lo que parece. Soy leal a la ciudad, mi novio arriesga su vida a diario en las almenas, no podría yo hacer otra cosa. Tub… Tubaldo puede dar fe de ello. Él sabe a dónde iba cuando me ausentaba del lado de Eleanor. Él, además, sabe de dónde vienen estas hierbas: las ha comprado él y…
—¿Dices, ahora, que la culpa es del portero? —Intervino otro de los nobles, miembro del concejo— es una acusación dura que espero puedas probar, jovencita.
—No… no, no quise acusarlo, es solo que… es muy confuso. Las jaquecas del gobernador, las infusiones… Tubaldo no estaba en la puerta al llegar yo, por eso no me vio: quizá ha sido solo un accidente. Delia y Débora están precisamente en búsqueda del curandero que proporcionó las hierbas que…
—Suficiente, jovencita —le atajó el noble del concejo— desvarías ya. ¿Ahora un curandero? ¿De dónde sacas tantos personajes? Viva es tu imaginación, sin duda. Pero por suerte para nosotros el portero está aquí, y dijo hace un momento no haber abandonado nunca la puerta. Mandadlo llamar.
Un criado se apresuró a traer a Tubaldo, que entró en la estancia, visiblemente asustado y rengueando que daba lástima. Lord Edwin se levantó para interrogarle.
—Tubaldo, has sido portero del gobernador durante décadas. Creciste en esta casa y nuestro señor te tenía estima especial, todos lo sabemos. Esta señorita aquí dice que puedes saber algo sobre la procedencia de las hierbas o de la infusión que parecen ser la causa del fallecimiento de nuestro señor y señor tuyo. ¿Qué puedes decir a esto?
Una mirada de súplica cruzó la sala desde los ojos de Eloísa hacia el portero, pero Tubaldo, pálido, la esquivó. No soportaría hacer contacto visual con la doncella. Estaba devastado. Sin saber dónde poner las manos ante los señores de la ciudad, la cabeza gacha, mantenía nervioso su mirada en la punta de sus zapatos, con algún furtivo escape al cuerpo inerte del gobernador. Él no había querido matarlo. Todo lo contrario: sufría como nadie en la ciudad al verle cada vez más viejo y achacoso, cada vez con dolores más fuertes. Había querido darle una sorpresa con esas hierbas mágicas que había comprado, y resultó que la liberación del dolor implicó también su deceso. Cuando sucedió, aterrado, escapó a la lluvia sin avisar nada, y no había vuelto a casa sino hasta una hora después, arrepentido. Y entonces, supo que acusaban a Eloísa… y que él podría quedar libre de culpa.
Algo en la postura de Tubaldo le delató a ojos de la chica. Él no abría boca. Ella, apretaba los labios, blancos de miedo y de rabia contenida. No podía ser. No Tubaldo, que siempre había sido amable, afable…
—No tengo idea de qué dice esta mujer —la frase cayó en el vacío, como una sentencia de muerte— nunca me ausento de mi puesto, y si tengo que salir, toma mi lugar mi mujer. Además, no soy yo el encargado de preparar brebajes para mi señor, y no sé cómo habrá ocurrido… esto. 
—No puede ser —se le escapó a Eloísa— Orencio tiene razón: no eres más que un cobarde…
—Es suficiente, Eloísa —le interrumpió lord Edwin, serio pero también, según percibió la doncella, apenado— he tratado de creerte por todos los medios, pero nada de lo que dices tiene sentido. Y no dejaré que ahora, además, insultes a Tubaldo…
—¡Pero, pero, si está mintiendo! ¡Yo lo sé! ¡Él compró las hierbas y no estaba al llegar hoy yo al palacio! ¡Puede indicarles quién fue el curandero que… el curandero que es el verdadero enemigo! ¡Él…! ¡Laura! ¡Claro! ¡Laura puede dar fe de lo que digo! Ella también sabía…
—Refrena ese ímpetu. ¡Vergüenza debiera darte interrumpir a tu señor! Es ya la segunda vez. Y ha sido suficiente. No quiero oír más.
Esto ya fue demasiado para la resistencia de la joven. Sin poder seguir aguantando, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Entre sollozos, dijo aún:
—Estoy diciendo la verdad… Débora y Delia pueden también corroborarlo… por favor, créanme…
—Basta de llantos. No hay tiempo. Esperaremos el regreso de las dos señoras a las que has apelado: si ellas confirman tu historia, entonces serás libre otra vez. En caso contrario… tendremos que darte el trato que corresponde a la alta traición. Caballeros: esto no puede saberse: aterrorizaría al pueblo y desmoralizaría a los hombres. Oficialmente, nuestro gobernador ha muerto a causa de su prolongada enfermedad, de todos conocida. Debemos darle pronto y piadoso entierro y elegir a un nuevo líder de la ciudad, puesto que no hay herederos.
Todos estuvieron de acuerdo. Mientras se retiraban, lord Edwin, que sería elegido como nuevo gobernador poco después, dio una última orden a la servidumbre de la casa: 
—Retirad el cadáver y preparadlo para la sepultura. En cuanto a Eloísa, Tubaldo la custodiará en alguna de las habitaciones del palacio. Avisadme cuando lleguen Delia y Débora, quiero estar presente.
El mismo Tubaldo se encargó de conducir a la chica escaleras abajo, a un cuarto oscuro junto a las cocinas. Ella derramaba silenciosas lágrimas. Él, rengueando más que de costumbre, no dijo una sola palabra en todo el camino, sin atreverse a mirarla. Solo al final, cuando ya la encerraba echando llave a la puerta, se atrevió a musitar un tímido “lo lamento”.


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