Edward o El Caballero Verde, Parte I
PRIMERA PARTE: CABALLERO DEL IMPERIO
La oración del caballero
La luz penetraba silenciosa a través del ábside, trocando su natural plateado por los verdes, bermejos y azules de los vitrales. Posábase luego así vestida sobre el altar, en el que humeaba abundante una vasija de incienso que, siguiendo el curso contrario al de la luz, ascendía bailoteando entre los haces coloridos y se desvanecía luego en las tinieblas.
Ante el altar, y apoyada en él —larga, fría y dura— había una espada que reflejaba en su acero todo el juego de las luces y el incienso. Y frente a la solemne hoja, nada más que el silencio y un joven arrodillado, solitario en medio de la capilla.
Apenas tenía quince años. Pero en sus ojos brillaba una determinación inusual. Su porte era gallardo, sus brazos, fuertes. Y si sus rasgos eran quizá juveniles, una mandíbula firme y sobresaliente —demasiado sobresaliente: marca de los hombres de su casa— los desmentía. Aquel muchacho era el dueño de la recta espada a la que velaba ante el altar. Aquel hombre al despuntar el alba sería caballero, y ese acero ya no se separaría más de su mano. Por eso sus ojos brillaban y todo él adoptaba la misma solemnidad del arma y del lugar: esta era la noche en que dejaba de ser, definitivamente, un mozo, para tomar su lugar como guerrero del Imperio.
Y, sin embargo, qué lenta pasaba la noche, pesada y silenciosa, sobre el marquesado de Nedrask. Se había cansado ya de pasear su vista por los reflejos que saltaban entre las nubes de incienso, o por los detalles del altar de piedra, espléndidamente labrado. Quería salir ya. La emoción no le permitía dormir: no era ese para él el problema de la vela. En cambio, hubiese querido tomar la espada, traspasar los pórticos, saltar sobre su montura y comenzar ya de una vez a recorrer los caminos de su tierra, sirviendo a su señor, ganándose un nombre. Mas debía esperar. Debía velar y recogerse esa noche, esa sola noche.
Se suponía que debía estar orando. Considerando ante el altar el significado del paso que daba, la responsabilidad de quienes portan espada, el sentido de la misión que comenzaría. Y cierto que lo había hecho, devotamente, al inicio. Pero las horas avanzaban y ya no sabía cómo continuar. El incienso que se quemaba y subía como una columna hacia la luz era el símbolo de sus propias plegarias que debían ascender hacia el Creador, pidiendo la fuerza y la dignidad que necesitaría como caballero. Durante la primera vigilia había agotado todo su repertorio de oraciones, al que siguió el lento silencio de la segunda vigilia de la noche, transcurriendo poco a poco. Y él aún ahí, aunque se sintiese ya inflamado de valor, queriendo tomar su espada y cabalgar hacia donde sale el sol.
No se movió. Levantó la vista y se puso firme, tan firme como el altar, tan recto como su espada. La luz lunar jugueteaba todavía con las volutas de incienso, mientras la tercera vigilia reemplazaba a la segunda. Le pareció entonces que altar y espada tenían vida. Que danzaban bajo esa luz tenue y colorida. El movimiento veleidoso le recordó los días de su niñez. Pensó que, allá en su Trono Eterno, también el Creador velaba y le había estado esperando, cuando de niño solo correteaba entre los viñedos y el manzanar, hasta este momento, en que por fin tomaría su espada por Él. Su corazón se encendió, y supo que recién ahora comenzaba a rezar. Bajó con reverencia la cabeza.
Pronto llegaría la cuarta vigilia nocturna, la última antes del despuntar del sol. Supo el momento exacto, pues oyó los cantos. Eran como un murmullo al principio, pero fueron creciendo como un río que baja de las montañas, hasta ser un cauce manso. Los druidas habían entrado al coro y entonaban sus propias oraciones, en una lengua antigua que para él era incomprensible, pero que, en las melodías de esos hombres, se transformaban en palabras poderosas.
Edward, que así se llamaba el mozo que sería caballero, pensó en su hermano menor. La idea le vino a la cabeza de inmediato, por simple asociación. Olivier siempre había sido sensible a lo sobrenatural. Era apenas dos años menor que él y, aunque Edward había dejado el solar paterno a los doce para venir a servir al marqués, la imagen que tenía de su hermano era ineludiblemente religiosa: como si el entonces niño captase y viese cosas que los demás en torno suyo simplemente no sentían. Recordaba que una vez había oído que su madre le decía a su padre que el chico iba para druida. Eso se le había clavado hondo en el corazón: un día, Olivier seguiría su camino y entregaría su vida y energías a la fuerza de lo Alto. Por otro lado, Ethan, el mayor de los hermanos, reemplazaría a su padre, lord George, al frente de la villa de Uterra. Y en cambio, él, Edward ¿qué haría?
El canto druídico era ahora un murmullo que se perdía en las bóvedas de piedra. El muchacho levantó la cabeza y fijó sus ojos centelleantes en la espada apoyada en el altar, buscando respuestas. Una cosa tenía clara: su sangre le demandaba hechos grandes. Su corazón latía por la gesta. Más sencillo hubiese sido quedarse junto a Ethan, siendo su diestra, su apoyo, sirviendo así al emperador guardando en su nombre la villa y las tierras colindantes. ¡Qué lejana, la querida Uterra, de ese marquesado de Nedrask, en la frontera Este del Imperio! Más sencillo sería, sí: una vez armado caballero, podía volver a la casa paterna como sostén de su padre y de su hermano, y procurar que sus hermanas, Florence y Lilian, encontraran un matrimonio digno y conveniente que a la vez asegurara el porvenir y seguridad de esa comarca que estaba bajo el cuidado de los suyos.
Pero no. Él no podía hacer eso. Tenía un corazón inquieto que le demandaba aventuras, hazañas. El mismo corazón galopante que ahora quisiera impulsarlo a empuñar la hoja que velaba y salir ya sin dilación: ¡y lo hubiese hecho, si no supiera que romper la vela de las armas era igual a no ser jamás armado caballero! No. Ya no volvería Uterra a ser para él como antes. Como caballero, abrazaría un alto ideal. Sería brazo de la justicia, servidor del emperador y de los reyes. Y del Creador: ejemplo para el pueblo, protector del débil… con todo eso soñaba. Y no tan solo soñaba, sino que estaba convencido de que no se encontraría en todo Dáladon una espada tan ágil y un brazo tan fuerte como él. El marqués, a quien había servido ya tres años, estaba muy orgulloso de la habilidad del joven guerrero, habilidad por la que le hacía ahora caballero, y sentía muy de veras que el joven manifestara el deseo de partir cuanto antes a recorrer mundo, en lugar de quedarse junto a él, guardando la frontera.
Edward sonrió. El marqués era un hombre duro, fuerte, hecho a las inclemencias de la vida al límite: siempre atento a las incursiones de los bárbaros, sobreviviendo con poco y luchando mucho. Para aquel noble, la caballería era un brazo militar altamente efectivo. Un arma poderosa. Y en cambio, de su padre había aprendido que era algo más.
El señor de Uterra les había contado muchas veces a sus hijos cómo la familia había llegado a esa posición en la villa. Quizá el poblado no era gran cosa, a poca distancia hacia el sur de la capital imperial. Eran, sin embargo, tierras fértiles y generosas las que habían llegado a ser heredad familiar. Contaba lord George que, hace siglos, cuando Dáladon no era aún un imperio, sino que se hacía llamar el Reino de las Tres Coronas —pues tenía tres reyes, para las tres naciones que conviven en él— la nobleza arverna y la turdetana conspiraron contra sus respectivos soberanos. Alzóse entonces el rey longobardo, Vigencio, para salvar la unidad del reino, someter a los rebeldes y socorrer a los otros reyes.
La acción decidida del rey Vigencio le llevó a transformarse en emperador. En el primer emperador. Y, sin embargo, decía su padre, esto solo fue posible porque contó con el apoyo de su propia nobleza. No de la alta, sino de la baja: no fueron los señores de la corte, sino los del campo, los hidalgos que guardaban la tierra, los que sostuvieron al rey y desbarataron la conspiración de los grandes señores. Y las voluntades de aquellos terratenientes fueron aunadas por un hombre sin tierras: nada menos que sir Alfred, caballero renombrado y antepasado directo de su familia. Por su fidelidad y valor, así como por la bravura demostrada en batalla, Vigencio le entregó en privilegio la tierra de Uterra, legándola a su descendencia. No era una tierra amplia ni especialmente importante, pero dio a Alfred un solar y un linaje y, sobre todo, un honor familiar del que Edward y sus hermanos se sentían orgullosos: estaban conectados a los orígenes mismos de la corona imperial.
Y por eso mismo, el joven muchacho sentía que no podía permanecer aquí o allá. Ethan tenía marcado su camino en la vida por el mayorazgo; Olivier, por la llamada del Creador. Él en cambio debía forjárselo: y había decidido que lo haría como su antepasado, labrándose un nombre con lanza y espada, honrando su sangre y sirviendo al Imperio. ¡Ayudadme a estar a la altura, oh, Creador de los cielos y tierra!
En el momento en que lanzaba esta plegaria a lo Alto, el último grano de incienso se consumía y el primer rayo de sol atravesaba el vitral. La noche había terminado y Edward se levantó junto con el sonido de las puertas que se abrían a sus espaldas. Allí estaba el marqués y su corte, que entraban al templo: un par de pajes traían detrás de su señor las espuelas que debían calzarle y el cinto para ceñirle su espada. Sonrió al tiempo que su corazón se desbocaba: por fin, el momento había llegado.
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