El Caballero Verde, Parte V
Olivier
Unos días después, Edward y Olivier cabalgaban por el campo. Era una agradable mañana, y la brisa que acariciaba las cosechas refrescaba de la potencia del sol. Temprano habían estado en los graneros, a petición del señor de Uterra, para asegurarse de que todo estuviese dispuesto para almacenar correctamente el grano. Ethan, por su parte, había cabalgado en dirección contraria, enviado por lord George por unos rumores sobre una supuesta incursión de un poblado vecino en tierras que estaban bajo la protección de la villa de Uterra. Era importante que en estas cuestiones de límites comenzara a verse el rostro del hijo mayor, para cuando llegara el día en que tomase el lugar de su padre.
Por su lado, los hermanos menores ya habían cumplido el encargo en los graneros y decidieron hacer un rodeo más amplio antes de volver a casa, y así pasear por el campo. Edward iba conociendo un poco más de lo que había sido de su hermano Olivier, y cada día se sorprendía más al constatar lo pronto que había crecido. Sus cabellos rubios y largos, aunque enmarcaban un rostro redondo y de mentón sobresaliente, doraban al sol al igual que las espigas, y como ellas parecían anunciar la madurez de ese retoño.
—Vamos —le dijo el caballero a su hermano, como para quitarse los pensamientos graves de la cabeza— veo que te has hecho un buen jinete en estos años, Olivier. Pero, a que no me ganas aún en una carrera: ¿un galope hasta el canal? ¿Qué dices?
Olivier rio de buena gana, alagado y contento por tener la estima de su hermano mayor. Claro que no dejaría que este lo notara tan fácilmente:
—Creo que me subestimas, Edward, de otro modo no te arriesgarías así a perder con tu hermano pequeño: no me verás ni el polvo.
Con un grito y un espuelazo, ambos jinetes se lanzaron a la carrera, dando rienda a sus monturas. El paisaje pasó volando junto a ellos y se levantó la polvareda en el camino. A toda velocidad, sortearon curvas y esquivaron labriegos que gritaron enojados a su paso. La ruta más corta al canal implicaba dejar, precisamente, el camino: como un rayo Edward saltó un seto, seguido de cerca por Olivier, y se lanzó raudo cuesta abajo a campo traviesa. Volaron los pájaros que anidaban en el prado: se veía ya, cerca, la línea de sauces que crecían junto al canal. El caballero sonrió: era imposible que su hermano… ¿qué?
Estupefacto, sintió la respiración de su caballo junto a la suya, y la risa en la boca de Olivier. Ambas monturas iban ya nariz con nariz.
—¿Eso es todo lo que aprendiste en la frontera? —le dijo, burlón— ¡nos vemos en el canal!
Acto seguido, hincó de nuevo las espuelas y su caballo, un magnífico corcel negro y lustroso, voló —no hay otra palabra— hacia adelante. Edward tuvo que aceptar de buena gana la derrota, y ver cómo Olivier gozaba ya desmontado, esperándole junto al canal.
—¡No es justo! —se defendió ocultando su sonrisa— no ha sido tu habilidad, es ese caballo que debe de tener algún encantamiento.
—¡Jaja! ¡Claro, cómo no! Y yo seré alguna suerte de brujo. Acéptalo: Diamante es una gran montura, sí, pero no sabrías tú manejarlo como yo…
—Oh, por favor, muchacho. Yo lo haría correr mil veces más. Es solo que nuestro papá no me lo prestaría ¿qué has hecho para que te deje montar su propio corcel?
—Pues… —contestó sacándole la lengua— ser el menor de los hermanos.
—¿A sí? Pues yo haré uso de mis derechos de hermano mayor, ahora mismo.
Sin esperar réplica, Edward se lanzó sobre Olivier y, tomándolo por sorpresa, lo aventó al canal, no sin caer en el proceso él mismo también al agua poco profunda. Chapoteando, ambos se revolcaron y salieron empapados, riendo y jugando, como un par de cachorros de león.
Al rato estaban secándose sobre una roca de río, dejando que el sol hiciera su trabajo. Y entonces, Olivier rompió el silencio:
—Edward, tengo algo que preguntarte… el asunto del fénix.
El caballero se puso serio. Tanto revuelo por eso ya le estaba fastidiando.
—¿Qué quieres saber? Ulf ya lo ha contado todo. Al volver desde Nedrask, por la vía imperial a una jornada escasa de Dáladon, vimos pasar al fénix y oímos su canto. Cuando esa noche llegamos a la capital, en la taberna se contaba que el ave había acudido ese día al Arx Castrum, el castillo del emperador. Es obvio que simplemente fue una coincidencia: estábamos en su camino y le vimos. Tan simple como aquello. El fénix se iba a ver al emperador, no a nosotros.
—Pero ¿no te parece extraño? He conversado de ello con Cipriano, y me ha dicho que las grandes bestias no se dejan ver sin un motivo. Y el fénix es una bastante especial: dicen que estuvo allí desde el principio, cuando la Alianza se fundó…
—¿Le has hablado de esto a Cipriano? ¿Al druida? ¡Pero en qué estabas pensando!
—Como si no lo supiera todo el pueblo ya, Edward —replicó su hermano.
Suspiró el caballero, resignado.
—Tienes razón, una vez más. Perdona. ¿Qué es lo que te dijo el buen Cipriano?
—Pues eso. Que es un caso poco común, y que también es importante el rumbo que llevaba el fénix: que su camino podía estar implicado con el tuyo.
—No tiene sentido. El fénix iba camino de ver al emperador ¿y qué tengo yo con nuestro supremo señor? Jamás le he visto.
Olivier bajó la vista, pensativo.
—Y si… —dijo al cabo de un momento— ¿y si fuera una respuesta?
—Una… ¿una respuesta? ¿A qué te refieres, Olivier?
—Oh… no sé. Quizá debieras olvidar lo que dije. Tienes razón, no tiene sentido.
—¡Vamos, Olivier! Si has sido tú el que sacó el tema y estaba preocupado por el asunto. No me parece que haya sido algo dicho a la rápida. Te lo tenías pensado. Habla ya.
Dudó de nuevo, Olivier. Sí, es cierto que había pensado mucho en esto. Sin embargo, no era más que una especie de intuición y, ahora que tenía claro que Edward no lo veía, no sabía si continuar. ¿Quizá el signo no era para él? ¿Para quién si no? ¿Ulf? ¿Otro?
—Bien —dijo, decidiéndose al fin— no sé muy bien cómo expresar lo que siento sobre esto, así que solo te diré lo que me explicó Cipriano, y ya verás qué piensas.
Edward hizo una mueca. Los druidas siempre eran un poco crípticos cuando se les pedía una respuesta clara en este tipo de asuntos. Difícilmente, entonces, sacaría algo en limpio de aquí.
—Adelante —le contestó— cuéntame.
—Cipriano me dijo que estas cosas no ocurren nunca por casualidad. El fénix no es una bestia que se deje ver fácilmente, suele volar muy alto y sabe cómo envolverse en los rayos del sol, de manera que quien lo busca no lo encuentra, encandilado por la luz.
—Y, sin embargo, nosotros le vimos con toda claridad, volando a media altura. Incluso describió un par de círculos en el cielo…
—Pero eso no es lo que más asombró a Cipriano del relato —le interrumpió Olivier— sino que escucharan su canto. El fénix quería ser visto.
Ahora el impresionado era sir Edward.
—Esto me deja perplejo, Olivier, no sé qué pensar. ¿Qué más te dijo el druida?
—Que los signos son difíciles de interpretar...
—Me lo temía… —suspiró con desánimo.
—… Y que, cuando esto ocurre, es importante: si el fénix hubiera tenido una misión clara que entregarte, se hubiese parado a dártela. A veces las grandes bestias obran de modos misteriosos también para sí mismas, movidas por ya sea un instinto o por no se qué afinidad con lo sobrenatural. Algo como lo de los druidas en los ritos, pero de eso Cipriano no supo o no quiso expresarse bien; ya sabes: los misterios del culto no pueden revelarse a los legos. En resumen, y voy a usar sus mismas palabras: que podía ser una “respuesta del Creador”. Como el que vio al fénix y le reconoció fuiste tú, pensé que ya lo sabías y que, por eso mismo, no querías que se supiera y lo guardaste en secreto. Lo que me preocupa ahora es que parece en cambio que ver el fénix no supuso ninguna respuesta, para ti. Yo creía que podía estar ligado a todo el asunto del escudo.
El silencio siguió a esas palabras, llenado solo por la brisa y el trinar de los pájaros. Edward se perdió mirando el infinito, dando vueltas a sus pensamientos. El escudo, la búsqueda de blasón, de un nombre, de una senda. Hasta entonces no lo había relacionado. La noche en que veló sus armas, había preguntado al Creador sobre su camino, que veía abierto, sí, pero impreciso. Como un escudo sin colores ni signos: un blasón anónimo, todavía por escribir. Había pedido ayuda para estar a la altura de sus antepasados y forjarse una carrera digna de un caballero. Nadie más que él estaba en búsqueda de respuestas… pero ¿era el fénix esa respuesta? ¿Y qué rayos significaba?
—Edward… ¿en qué piensas? ¿Has visto… algo?
El joven sacudió la cabeza. Una resolución campeaba en el aire: que debía partir, y pronto. Dejar Uterra. Si tenía que encontrar su camino, su lugar, más valía moverse y buscarlo con lanza y espada, en vez de esperar sentado en el campo de sus mayores.
—No —le respondió a su hermano— no sé a ti, pero a mí no me ocurre eso de tener visiones —se sonrojó Olivier, con lo que de pasada Edward confirmó sus sospechas sobre las rutas espirituales que su hermanito recorría.— Simplemente pensaba que ya se nos hace tarde y en casa nos estarán esperando. Vamos, es hora de regresar.
Se levantaron y fueron hacia sus monturas. Pero Olivier no estaba conforme con la última respuesta. Subió de un salto sobre Diamante y, mientras Edward ponía un pie en el estribo para montar su caballo, dejó caer una sentencia, como por casualidad, para luego picar espuelas y alejarse al galope:
—Si lo que debes hacer está fuera de Uterra, será mejor que partas cuanto antes, sin retrasos.
Edward se quedó helado, viendo alejarse a su hermano. De nuevo, había dado en el clavo.
Continúa en "Retrasos y partida"
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