El Caballero Verde, Parte VI

 

Retrasos y partida


Sir Edward cazando al jabalí




Edward estaba resuelto a lanzarse a la aventura cuanto antes. Las ansias de acción le urgían tanto como en el momento en que le armaron caballero. Y, sin embargo, los días pasaban uno tras otro. La vaguedad de sus propósitos chocaba con la fuerza de su resolución y, sin saber cómo dar el primer paso que tanto quería dar, se torturaba en un borroso e incómodo sentimiento al que no sabía dar nmbre.
 Pero, por otro lado, no podía negar que era agradable estar de nuevo en casa. Los días del verano eran largos y el clima agradable. Lily y Florence le querían con aquella ternura típica de las hermanas pequeñas. Se divertía a costa de las ocurrencias de esas dos, que parecían estar siempre compitiendo por su cariño. Por las tardes, daba un paseo por las campiñas, acompañado a veces por Ulf, a veces por alguno de sus hermanos. 
En el pueblo, se le veía con la admiración que tienen las gentes sencillas por quienes han expuesto su vida en las fronteras. Su madre, aunque no se lo decía, demostraba de mil maneras el contento que le daba tenerle allí, y no lejos en un incierto campo de batalla. Y su padre, conocedor de su destreza militar, le encomendaba de vez en vez escoltar a Ethan cuando era necesario alguna gestión en los límites del villorrio: las negociaciones se habían vuelto más fáciles, en general, cuando él estaba presente armado de pies a cabeza, y los robos de madera de los bosques comunales, menos frecuentes. En todas estas consolaciones de la vida familiar, Edward desahogaba la ansiedad que le consumía, sintiéndose útil y querido. Mas, al recostarse por las noches, volvían a su mente los pensamientos que le desvelaban; entonces, por la mañana formulaba de nuevo el propósito de partir: lo haría al día siguiente, después de acompañar a su padre al pueblo; luego fue a la semana que viene, porque quería estar presente para el cumpleaños de Lily; o mejor la semana después de esa: tenía que ayudar en la venta del grano… y ya terminaba el verano y con el otoño se acercaban los afanes de la vendimia ¿cómo dejar a su familia en ese momento? Quizá sería mejor después, el mes siguiente, puesto que ahora estaba comprometido con Ethan a una partida de caza…

—¿Sabes que Flor y Lily han hecho una apuesta? —le comentaba divertido a su amigo Ulf, mientras revisaban en el cobertizo los aparejos de caza— las niñas quieren saber quién de los dos conseguirá la pieza mayor.
—Cada día se les ocurre algo nuevo, a esas dos. ¿Cuál a apostado por ti?
—Pues Lily. Dice que por lo menos volveré con un ciervo rojo ¿te imaginas? Eso sí que sería un éxito. Pero yo creo que dijo lo primero que se le ocurrió, debe haberle oído a mi padre que se trata de un animal grande.
—¿Y Florence apuesta por Ethan? ¿Lo dices en serio? No te lo tomes a mal, estimo mucho a tu hermano, pero lo consideraba un poco serio para los gustos de Flor…
—Pues yo creo —respondió sonriendo— que lo ha hecho sobre todo por llevar la contraria a Lily: es imposible que estén de acuerdo en algo y, al mismo tiempo, es imposible verlas separadas. Pero tú… ¿qué sabes de los gustos de Flor? No te habrás fijado en mi hermana —le reconvino, bromista— está muy por sobre tu liga, amigo mío.
—¿Es que me crees un sinvergüenza, caballero? —replicó haciéndose el ofendido— no voy a negar que tus hermanas son beldades para cantarles baladas, pues sería injusto, pero yo a las señoritas de alcurnia las prefiero lejos. 
—Eso solo lo dices porque ya has puesto los ojos en alguien más, pícaro.
—¡Shhh! ¡Edward! Que se entera el mundo entero.
—¡Ja! Me lo debes, por hacerme la comidilla de todo Uterra.
—Nos desviamos de la conversación, señor. ¿Decías que Lily apuesta por ti?
—Bien que haces en volver la charla a su cauce. El camino tomado no te aprovechaba.
Dicho esto, guardó silencio un segundo, sosteniendo un venablo, como sopesando su balance. Ulf supo que pensaba en sus hermanas por el brillo de sus ojos. El comentario siguiente se lo confirmó.
—Aunque no consiga un ciervo rojo, creo que con un jabalí grande bastará para vencer a Ethan. En el fondo, tanto Lily como Flor querrán eso.
—¿No quieres partir, cierto? —lanzó, sin aviso previo, Ulf.
—¡Pues claro que sí! No me voy a perder la cacería por nada del mundo: dentro de dos días estaremos en la cabaña del bosque con Ethan y…
—¿Acaso me refiero a la cacería? No, Edward: Uterra, ya no quieres dejar Uterra ¿verdad? Te veo bien aquí. Y creo que en el fondo era esta la razón por la que no querías seguir en Nedrask.
De nuevo guardó silencio el caballero, pero este silencio era distinto del anterior. Apoyó el venablo en la pared y allí le dejó. Sus ojos ya no brillaban y, al contestar a Ulfbardo, rehuyó su mirada: 
—Es… es bueno estar en casa, Ulf. No me había dado cuenta todo lo que extrañaba estas tierras. 
—Pero… no estás tranquilo, eso lo sé. Aún te escuece el corazón por lanzarte al mundo.
—¿Cómo decirlo? —suspiró el caballero— Creo que sí. Estoy aquí y veo un futuro tranquilo, apoyando a mi hermano Ethan y cuidando de esta gente, de mi gente. También te veo a ti, queriendo echar raíces: no me lo puedes negar, así como no me negarás que me seguirías a donde fuera, aunque te ordenara lo contrario.
Ulf asintió. 
—Y, sin embargo, es como si no perteneciera. La paz no me encaja Ulfbardo. Los días iguales, tranquilos, serenos. Los ritmos del campo… todo eso al mismo tiempo me encanta y me aflige, no sé cómo expresarlo: al llegar la noche veo mi espada y la capa de sinople y no puedo evitar pensar que he combatido tres años en la frontera, he sido armado caballero y jurado defender con valor a mi señor y a quien necesite de mi acero ¿y para llevar después la vida de un agricultor o de un guardia de mi hermano? 
—Pero sigues aquí. No te has ido. No nos hemos ido.
—¡Y a dónde, Ulf! Dime, ¿a dónde? ¿En qué lugar se clama hoy por la espada de un caballero, en nuestro querido Imperio, que ha reducido el mundo al orden? Si hasta las grandes bestias obedecen al caballero dragón, y él al emperador, como todos los reyes de este lado del río De Laid.
—Edward… —murmuró su amigo, sin estar seguro de si quería en realidad ser oído, pero lo fue— sabes bien que eso es solo parcialmente cierto —y viendo que el caballero no reaccionaba mal a sus palabras, prosiguió:— Conoces como yo que los tiempos no son lo luminosos que se figuran en la corte imperial y en lo alto del poder de Dáladon, que el orden y la paz no ha llegado aún hasta el último rincón. Saber eso fue la razón por la que insististe tanto a tu padre para que te enviara a Nedrask, con doce años, a aprender del marqués y a defender la frontera. No. No es eso lo que te retiene. Y lo sabes. —Y luego añadió:— Mira: yo llevaría esos venablos y las jabalinas de allá. Ponlos junto a las monturas, mientras yo voy a ver a los perros de caza.
Y dejando a su amigo, Ulf salió del cobertizo sin una palabra más.

Un cuerno sonó en lo profundo de la espesura, siguiendo al ladrido de los sabuesos que iban tras la presa. La habían visto al amanecer: un hermoso venado, que con gráciles saltos se les escapaba. Y ni Edward ni Ethan iban a permitir tal cosa: los días anteriores se tuvieron que contentar con abatir un par de aves y otras piezas menores. Ethan había hecho gala de su buena puntería con el arco, destreza en la que Edward no podía pretender rivalizarle. Pero esto era distinto: por fin un animal grande, y una cacería en regla, venablos en mano, cuerpo a cuerpo hombre y bestia. Edward le demostraría a su hermano que en esas lides tenía la ventaja, mientras que Ethan vivamente deseaba imponer su mayorazgo también en ese punto que tanto importaba al caballero.
Galopaban, por lo tanto, en la espesura, el cuerno de Ulf anunciándoles, siguiendo las huellas del venado y el ladrido de los perros. Llegados a una bifurcación de senderos, por un acuerdo tácito se separaron. Al poco rato, Edward alcanzó a ver, fugazmente, la cornamenta moviéndose entre las hojas. No lo pensó dos veces: arrojó con precisión su venablo, que silbó en el aire cortando el silencio. Un salto de la presa, herida, en su último estertor, y cayó abatida al suelo. Lo había conseguido. 
Solo unos segundos después, llegó jadeando y alegre Ulf, felicitándole “¡ya verás la cara que pone Ethan cuando vea lo que has hecho!”. Iba a contestarle cuando oyeron cercanos los ladridos de los perros y un grito ahogado. 
—¡Ethan! —exclamó preocupado sir Edward, lanzándose al galope en la dirección del llamado.

Siguiendo su camino, Ethan había estado seguro de haber escogido correctamente, pues sentía la agitación de los perros cada vez más cerca. Sin embargo, los sabuesos habían cambiado de rastro y ya no seguían al venado. Demasiado tarde se dio cuenta el hijo mayor de lord George que había ido a parar a la madriguera de un rabioso jabalí que, defendiendo a sus crías, despedazó ante sus ojos a uno de los canes. Cuando la madre le vio, se lanzó de inmediato contra su montura: no estaba preparado para una embestida así de repentina; su caballo fue herido y el jinete terminó en el polvo. 
Antes, sin embargo, había conseguido clavarle su lanza en el lomo. Pero solo consiguió con eso enfurecerla más. Estaba a su merced, y sintió la embestida que le levantó en el aire y le hizo aterrizar unos pasos más allá. Gimiendo presintió que la bestia enorme daría media vuelta para volver a la carga. Y que no conseguiría incorporarse a tiempo.
Pero lo siguiente que oyó fue un chillido de dolor. Edward había ensartado también su jabalina sobre la dura espalda del animal y, dando un ágil salto desmontó con la espada desenfundada, interponiéndose entre el cerdo y su hermano. 
Bestia y caballero se escrutaron un segundo, antes de que, lleno de rabia, el jabalí se lanzara de nuevo al ataque. Pero el acero cantaba en manos de sir Edward, y describiendo relucientes arcos en la penumbra del bosque acabó con la vida de su oponente antes de que sus colmillos le alcanzaran. 
—¡Ethan! ¿Estás bien?
—Creo que sí… —gimió su hermano— un poco adolorido. Ayúdame a levantarme.
—Gracias al Creador que al embestirte no te clavó los colmillos, Ethan.
Su hermano hizo una mueca de dolor al dar el primer paso, apoyado en sir Edward. 
—Creo que solo ha sido un rasguño, pero me duelen las costillas. Perdona, Ed, pero creo que será mejor que volvamos a la cabaña. Siento interrumpir así la cacería…
—¡Qué va! Si ha sido un éxito. Por mi lado encontré y maté al venado, antes de salvarte del jabalí. Creo que definitivamente gané está partida ¿no crees? 
Ethan lanzó una carcajada que fue interrumpida por una puntada de dolor. Ulf y Edward le ayudaron a subir sobre su montura, y los dos hermanos volvieron a paso tranquilo al refugio, mientras Ulfbardo y los peones se encargaban de las presas abatidas y de reunir a los perros.

El fuego crepitaba en la chimenea, esa tarde de otoño, algo fría. Ethan descansaba sobre unos cojines y unas pieles, mientras charlaba tranquilamente con Edward.
—Me salvaste el pellejo hoy —le decía— además de darme una lección de cacería. ¡qué ímpetu el del jabalí y que rápida tu reacción!
—No ha sido nada, Ethan. Los hombres de la marca lo hacen todo el tiempo: los varnos pueden ser más salvajes que las bestias en sus ataques.
—Y tú destacaste entre esos hombres osados, según tengo entendido. ¿No? Pues tengo que decirte una cosa: hasta hoy, me parecía que había una pizca de exageración en todo lo que se contaba sobre tus días en la frontera. Ahora, en cambio, he visto tu destreza, hermano, y estoy impresionado. No quisiera toparme contigo en el campo de batalla, y eso que te llevo tres años de ventaja.
—El marqués estaba bastante orgulloso de su entrenamiento, sí —respondió Edward con un tono con el que pretendía restarle importancia.
—Razones tenía, pues. ¿Qué piensas hacer ahora? Te confieso que a nuestro padre, y a mí, nos tiene un poco extrañados que sigas entre nosotros. Durante los años en que estuviste fuera, nos llegaban noticias de vez en cuando de la guerra y del nombre que te estabas forjando. Papá decía convencido que, si volvías, sería solo por breve tiempo, y que llegarías muy alto entre los hombres de armas. Tú mismo lo declaraste así al regresar. Y, sin embargo, te has quedado.
—¿Has hablado con papá de esto? 
—Pues claro, y no una vez. Soy el heredero, Edward, y cuando llegue el momento seré el cabeza de familia. Las preocupaciones de nuestro padre, y las de la familia, son mis preocupaciones, también.
—¿Y les preocupa…?
—¡Claro, hombre! No es que papá te quiera fuera, no. Está contento con tenerte aquí: creo que nuestra madre lo ha conseguido endulzar, con los años. Pero no entiende, no entendemos, por qué te has quedado: con tu habilidad y fuerza, harías bastante más que cazar jabalíes en el bosque.
Edward masculló una excusa del tipo que le había dado, algunos días atrás, a Ulf, sobre la inutilidad de su acero en un Imperio que había conseguido dentro de sus límites paz y orden. Pero al igual que su amigo, su hermano no se la creyó. Ethan conocía todavía mejor que Ulfbardo la de problemas y peligros que podía haber en las tierras del emperador, allí donde sus legiones no estaban para imponer sus decretos, o donde los nobles respetaban solo formalmente la autoridad de los reyes. Bastaba abrir los ojos para ver la injusticia que otros no querían ver, y que en la corte parecían haber olvidado que podían solucionar. Edward era joven, pero inteligente, y había vivido en Nedrask, lejos del centro. Por lo tanto, esto lo sabía: otro era su motivo para no irse ya. Sin embargo, Ethan le siguió el juego:
—No estoy tan seguro, Edward. Creo que hay regiones del Imperio en la que tu espada podría hacer la diferencia en favor de los intereses de nuestro señor el emperador. Dicen que su brazo no es tan efectivo entre los bosques y selvas del sur, por ejemplo. Haría falta que un descendiente de sir Alfred sirviera a la bandera del águila allá, y trajera la justicia que falta.
Era lo que el caballero necesitaba: una buena excusa, una misión. 
—¿Qué dices? —preguntó interesado— ¿Qué clase de problemas tienen en las provincias del sur?
—Pues, si hay que hacer caso a los comerciantes, de todo. Por tierra, más allá de las Llanuras Doradas, los caminos se hacen peligrosos. Hace un año falleció sin descendencia el señor de Namisia y el gobernador del sur, que es quien debe proponer un nuevo nombre al rey turdetano, aún no se decide. O quizá la cosa se ha entrampado en la corte, en Dáladon, no lo sé. El asunto es que parece que hay luchas solapadas entre los señores y, mientras tanto, la tierra queda desprotegida y dominada por bandoleros. Parece lugar en que podría ser útil la espada de un caballero ¿no te parece?
Edward sonrió, imaginándose ya en medio de esas espesuras, volviendo a alzar en alto el estandarte del águila de tres cabezas. ¿Sería esta la señal que esperaba?
Aunque el caballero daba muestras de animarse, a Ethan le pareció que algo todavía le ataba, en contra del ímpetu de su corazón aventurero. Y para desatar ese último nudo, remató su discurso:
—No te preocupes por las chicas, Edward. Ya te lo he dicho: soy el hermano mayor, y cuidaré de la familia. Nuestra madre es fuerte y entenderá tu partida, y a Lily y Flor no les faltará nunca nada. Ve a ganar ese honor con el que sueñas, que será honra de todos nosotros y de esta tierra, la misma que no podría sufrir verte marchitarte aquí. Uterra es tu casa y siempre podrás volver, aunque la sirvas desde lejos.

Los días desde que regresaron de la partida de caza pasaron rápido para Edward. La decisión estaba tomada y el caballero se entregó a los preparativos de su aventura. A Ulf, que ya pensaba que nunca partirían de Uterra, le costó solo un instante pasar de la perplejidad al entusiasmo: Edward, que había creído que su amigo tenía “intereses” en el pueblo, se sorprendió de lo pronto que se dispuso a ponerse en camino. Con un ademán despreocupado, ese muchacho hablador y risueño le dejó claro que lo suyo eran más la aventura y los caminos del mundo que cualquier mujer concreta. Vaya aspirante a trotamundos que tenía por amigo: la ligera fama que se había hecho en la villa se le estaba subiendo a la cabeza.
Pensaba en esto mientras ajustaba la montura de su caballo, en los establos: un cargamento de frutos secos saldría esa tarde hacia el puerto de Vaneja y él se encargaría de la escolta. Cumplida esa última misión para su casa, pondría sus pies en dirección al sur y hacia un futuro desconocido. En ese momento, sintió pasos a sus espaldas, y oyó la segura voz de lord George:
—¿Qué haces ensillando ese caballo, Edward?
—Padre —respondió sorprendido— no entiendo v…
El habla le dejó de pronto: al volverse vio efectivamente a su padre, que le observaba con una mirada especial en los ojos. De las bridas, conducía hacia adelante un espléndido azabache con una marca blanca sobre la frente. Era Diamante. Confundido, Edward no sabía qué pensar, mucho menos qué decir ¿es lo que creía? Su padre… Diamante… estaba ensillado y preparado. Habían cepillado su brilloso pelaje negro y su fuerte musculatura parecía reclamar acción en ese mismo instante.
—Sí, hijo mío —respondió su padre, como si él ya lo hubiese dicho todo con su falta de palabras— quita esa montura del caballo que tienes contigo. Quiero que te lleves a Diamante. 
—Pero… pero Diamante es vuestro favorito: vuestra montura, el mejor de los corceles de Uterra…
—No querrás que me arrepienta, Edward —le cortó su padre, con una sonrisa— pues todo lo que dices es verdad. Y por eso quiero que sea tuyo. Tu madre, que ha sido la de la idea, tiene razón. No necesitamos en Uterra un corcel como este, un caballo de guerra. Es joven y servirá muy bien en la aventura. Yo, en cambio, me voy haciendo viejo y no puedo darle el uso que merece. Diamante estará contento de partir contigo. Y mientras estés con él, aunque vayas lejos, Uterra y tu familia estarán siempre junto a ti. Llévalo, como llevas la capa de sinople: si ella te recuerda que el marqués te armó caballero, que Diamante te traiga a la memoria la tierra que te crió. Hijo mío: tú partes, pero contigo va también parte de mi corazón.
Lord George no era hombre dado a sentimentalismos. Sabía sir Edward que desprenderse de Diamante no era un gesto vacío, y mucho menos sus últimas palabras: era este un momento supremo, y el caballero lo supo ver. Con un abrazo final, padre e hijo se despidieron.

Continúa en "El sur"

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