Edward o El Caballero Verde, Parte VII
El sur
Clovis volvía a casa cansado, por el camino junto al mar. Las olas lamían con molicie los riscos bajo un cielo plomizo y el sol se sumergía con fulgores pálidos en el océano. A pesar de lo anodino que resultaba el ambiente, agradeció esa tranquilidad: los últimos meses habían sido agitados, con los piratas asolando todo el litoral, penetrando y saqueando para volver sobre sus rápidas naves cargados de botín al refugio de las islas. Demasiado tardaba en llegar la ayuda del Imperio contra aquel flagelo, pues las ciudades de importancia estaban lejos de aquellas caletas de pescadores. Intuía, además, que la pereza de los señores de la provincia se debía en parte a no querer enemistarse con los mercaderes fynnios, pues era un secreto a voces que ellos financiaban las correrías de sus sanguinarios compatriotas.
Pero Clovis tenía también motivos de orgullo: las cosas habían mejorado cuando consiguió coordinar a las distintas villas para protegerse los unos a los otros. Construyeron atalayas para vigilar las olas, y a la inminencia de un ataque respondían todas las caletas de Iliria a una. Así, gracias a su iniciativa y a la buena voluntad de todos, habían logrado rechazar algunas incursiones y gozaban de relativa paz. Ilía por primera vez parecía un poblado importante, y las gentes de las caletas habían hecho llegar con entusiasmo estas nuevas a oídos del señor de Iliria: Clovis tenía razones para esperar ser recompensado de algún modo.
Llegó a su casa, sobre la colina que mira al mar. Todo le pareció extrañamente silencioso. Con un estremecedor presentimiento, abrió la puerta. Dentro encontró a Quinto, ricohombre de Iliria y señor de sus villas, a un grupo de piratas fynnios y a su mujer e hijos de rodillas y atados.
—Tú debes ser Clovis —saludó el noble, con voz cansada— he oído bastante de ti en el último tiempo. Más de lo que hubiese querido.
—Mi señor —contestó perplejo: un par de rudos hombres de mar ya le habían puesto las manos encima— ¿p… por qué?
—Oh, Clovis. No esperes que explique todo, ni siquiera nos conocemos. Que te baste saber que has causado suficientes problemas a esta buena gente, y que esta buena gente tiene algunos negocios en común conmigo. Ellos serán tus nuevos dueños, Clovis, espero a ti y tu familia les guste el mar. Pueden llevárselos, señores.
Un grito de dolor les hizo volverse: una niña pequeña y pálida, de unos diez años e indómita cabellera negra, había salido de un rincón y golpeado a uno de los fynnios con el atizador de la chimenea. Quinto no dijo nada, solo esperó a que los piratas hicieran su trabajo: bastaron solo segundos para que tuviesen reducida también a la pequeña, que les miraba fiera desde sus ojos celestes.
—Clara… —musitó su madre, mientras Clovis gritaba con un intento de autoridad que la dejaran ir.
—Tiene un espíritu rebelde, me gusta —dijo el jefe de los fynnios, y volviéndose a Quinto, agregó— pienso que a esta no la venderé en las islas. Me será útil.
—Haz lo que quieras —declaró el otro— son tuyos ahora, no me incumben más.
Ese día, la casa de la colina ardió. Ese día, Un bajel fynnio se vio zarpar rápidamente, mientras que alguien daba la alarma. Ese día, Los pescadores vieron llegar a Quinto, el ricohombre, con una tropa de soldados, que visitaba el pueblo para felicitar a Clovis: demasiado tarde llegaba con la ayuda, y no pudo salvar a ese buen servidor. Ese día la familia fue entregada a mercaderes que se la llevaron más allá del archipiélago, a naciones en las que aún se comercia con esclavos. Ese día, la pequeña Clara, sin embargo, no dejó el barco. Ese día dejó de ser pequeña.
—Y bien —le dijo Ulf— ¿qué quería el duque? ¿Nos podemos largar ya de Vaneja o aún tienes asuntos pendientes?
—Ulf —respondió Edward— lo siento. Sé que estás ansioso por marchar, pero no podía rechazar la invitación del duque. Es amigo de mi padre desde antiguo.
—¿No llevamos ya dos meses en este puerto? Cumplimos ya con escoltar lo que lord George nos pidió hasta acá. Tiempo suficiente ha habido para que el duque se hartara de charlar y, siempre que anuncias tu partida, te retiene con alguna cosa. Me temo que esta vez haya sido otra vez lo mismo.
Edward suspiró, cansado, antes de responder:
—Tienes razón, Ulf. Al duque no le agrada esta idea de un caballero corriendo aventuras por ahí, metiéndose en los territorios de otros y pretendiendo hacer justicia en nombre de los ideales del Imperio. Baladas y cuentos, eso es lo que opina de las historias antiguas y de los inicios de la orden de caballería. Alguna razón tiene, si se supone que en cada extensión de tierra hay pretores y jueces para hacer justicia, y nobles señores que cuiden de la gente. Los caballeros debiésemos ser los brazos de nuestro señor.
—Un montón de cuentos e historias es lo que dice el duque —replicó furioso Ulf— y, además, no está siendo sincero contigo, Edward. Ojalá fuera como dice, pero no todos los nobles son como tu padre, ni como nuestro emperador. ¿Es que debo recordarte la balada de sir Rodomont, el primer caballero?
—No, Ulf, la conozco perfectamente —contestó el amigo, restregándose los ojos con índice y pulgar.
—Y, sin embargo, te tragas todas las excusas del duque. Sir Rodomont era como tú: un noble que no tenía más pertenencias que su espada y su caballo. Pero que, a diferencia tuya, sufría y veía cómo sufría su pueblo, a manos de un señor poderoso. Y él, fiel a los ideales más altos del Imperio y de los druidas fieles, bendito sea el Creador, levantó su espada y se constituyó en muro contra la injusticia. Fue exiliado, por supuesto, pero su lucha no acabó allí. Lanzado a los caminos, finalmente triunfó, y otros siguieron su senda de justicia contra el malvado. Ya viejo, fundó la primera orden de caballería…
—Ulf, Ulf ¿por qué me repites todo esto? De sobra lo sé…
—¿Qué por qué te lo repito? ¿Es que parece que lo supieras? Llevamos dos meses en esta ciudad y puerto. Te la pasas en los banquetes de la corte, mientras yo oigo entre los criados lo que ocurre: el sur necesita Rodomontes. Namisia está temporalmente a cargo de un regente, un ricohombre llamado Quinto, que no parece muy motivado a proteger nada. Y su hermano, que gobierna Dórida, se ha marchado a la corte en Dáladon para tratar de obtener del rey y del emperador que Quinto sea el nuevo señor de Namisia, a pesar de que el gobernador del sur no le es favorable. Los bosques se han llenado de bandoleros y los caminos son difíciles de transitar: la legión imperial se encuentra lejos, en el borde este, asentada en Aklos, perezosamente atenta a los bárbaros alanos, que en realidad llevan décadas sin ningún interés en la región.
—Hablas como si el gobernador del sur, en Calidia, no hubiese hecho nada, y en cambio es un gran guerrero y protector del pueblo: el duque lo tiene en alta estima. Y eso, incluso a pesar de que llevan ya un tiempo enemistados.
—¿No tiene mayores problemas, el gobernador? Calidia se asoma sobre el mar de Ansa, plagado de piratas, y lord Geoffrey de Aucus lleva tiempo concentrado en limpiar la zona, para que los navíos imperiales que traen el hierro de las islas puedan navegar a salvo. Hace años, se hizo buena fama expurgando de navegantes fynnios la costa iliria, y ahora que es gobernador está ocupado en la misma tarea en el mar de Ansa. No tiene tiempo ni hombres para hacerse cargo de los poblados del interior y de los bosques, que debiesen estar siendo protegidos por los señores de Namisia y Dórida. Y como he dicho, no lo están siendo.
—¿De todo esto te has enterado en las tabernas?
—De eso y más. Mientras tú jugabas en la corte del duque, y te ganabas el respeto de todos venciendo en el torneo de la semana pasada. Te diré una última cosa: el duque no está preocupado por las provincias del sur. No le incumben, son cosa del gobernador de Calidia. Pero sí que está interesado en tenerte aquí, daría lo que fuera porque te quedaras como caballero, y ya casi lo ha conseguido. Apostaría mi cabeza a que, además, sentiría mucho pesar si en cambio tu espada se pusiera al servicio del señor de Calidia. Son enemigos mortales.
—Ahora sí estás hablando de más.
—Es posible. ¿Pero me equivoco, acaso? ¿Qué es lo que quería el duque ahora? Ayer le pediste la venia para partir, y en cambio te citó hoy a audiencia.
—Pues —respondió Edward con un hilo de voz— que retrasara mi partida una semana más: ha organizado una justa a la que vendrán los señores de Lecántras y Dérsena. Y quiere que represente a Vaneja.
—¡Lo ves! Lo que decía yo. Supongo que le habrás dicho que sí, como siempre.
—En eso te equivocas.
—¿Qué?
—Como lo oyes. Le he pedido tiempo para pensarlo. Representar al ducado ya son palabras mayores. Podría interpretarse como que soy vasallo del duque. No quise recibir tierras del marqués ni títulos de mi padre para no tener otro vasallaje que el de la sangre y el del emperador. Y no quiero que eso cambie.
—Entonces, ¿qué es lo que tienes que pensar?
—Nada —respondió con una sonrisa de astucia— Lo tengo decidido. Pero si le daba mi respuesta, no hubiese podido salir del palacio. No soy tan ingenuo como piensas, Ulf, y todo lo que me has contado lo sabía ya, y también algo más. Cuento ahora con suficiente información de quién es quién en las provincias del sur. Suficiente como para no equivocarme al desenfundar mi espada y para saber a quién debo ayudar. Ve a preparar a Diamante, pues partimos esta noche: el duque no tendrá mi respuesta presencial, tendrá que adivinarla al no encontrarme.
Continúa en "Piratas fynnios y bandoleros del Dáladad"
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Gracias! La chica de la cabellera negra y ojos celestes dará que hablar, pero aún faltan un par de capítulos para llegar a ese punto. No digo nada más, para no arruinar sorpresas. Y sí, la historia cada día toma más cuerpo, quizá gane suficiente independencia como para editarla algún día como libro.
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