Edward o el Caballero Verde, Parte XII
Las advertencias de los espíritus
Olivier estaba enfrascado en la lectura. Pronto cumpliría quince años, y sus visiones se hacían más frecuentes. Cipriano, el druida de Uterra, estaba convencido de que estas marcaban un camino claro para el muchacho, y lo mismo creía él. Por eso, estudiaba ahora lenguas antiguas, las lenguas sacras que le permitirían en el futuro introducirse en los misterios para los que se estaba preparando. Vivía en casa del druida, que le tomó como aprendiz, al menos hasta que tuviese la edad y el conocimiento suficiente como para presentarse en el argíquio.
No era un hogar muy grande, y ciertamente mucho menos cómodo que la morada de lord George. Olivier apenas si podía decir que contaba con medio cuarto en el que por las noches tendía un colchón. La situación del viejo Cipriano no era mucho mejor, pues nunca se había ocupado demasiado de sí mismo y cualquier cosa le parecía un lujo que no estaba dispuesto a costearse. El único capricho que se permitía, si se lo podía llamar así, era la acumulación de saber. Como resultado, el lugar estaba atestado de papeles, libros, rollos, hierbas, ampollas, artefactos extraños, hojas y flores de distinta especie, un insectario… en suma, que había más lugar para las cosas que para las personas.
Pese a todo, el chico estaba feliz. Cipriano era un sabio, y no solo por su conocimiento del mundo natural. El anciano tenía una mirada que penetraba más allá de lo que aparecía a los ojos, y poseía una especie de instinto para captar el sentido de las cosas, los movimientos de la historia. El mundo que le rodeaba lo veía con la distancia que le permitía su desapego de cualquier comodidad material. Y distancia, decía él, significaba perspectiva, altura. Olivier presentía que su maestro había recorrido un largo camino, que para él apenas comenzaba a abrirse.
Un chirrido en la puerta llamó su atención y levantó la vista del manuscrito. Entró Cipriano, apoyado en su largo cayado. Sus cejas espesas y su mirada benévola se posaron sobre él.
—¿Qué lees, muchacho?
—Uno de vuestros rollos de sentencias, maestro. Son antiguos y pensé sería buen ejercicio traducirlos.
—Déjame ver qué tal, entonces —dijo, alargando la mano y tomando los papeles en que trabajaba Olivier— oh ¿conque las sentencias del gran concilio? Muy bien, es parte fundamental de lo que debes saber, de lo que define lo que somos hoy. Y, además, por lo que veo, estás dominando muy bien la lengua antigua. Aquí, sin embargo, hay un error ¿ves? Este verbo en realidad es reflexivo, la frase cambia totalmente…
—¡No es justo! —reclamó el aprendiz, asomándose por el borde del papel— ¿cómo iba a saber que es un reflexivo, con una mancha tan fea sobre la tinta justo en esa palabra? Me tomáis el pelo: vos lo sabéis porque conocéis de memoria ese rollo.
El viejo rio dándole la razón.
—Pues ya acabarás por memorizarlo tú también. Dime ¿por qué has escogido este texto?
Los ojos de su maestro centelleaban, y Olivier intuyó que preguntaba sabiendo la respuesta. Era como si pudiera mirar directamente en su alma, y leerla con la misma facilidad que el manuscrito. Un poco sobrecogido, respondió:
—Ha sido causalidad… creo. Buscando algo con lo que practicar llegué a él y… no sé. Reconocí la frase con que comienza. Creo que ya la había visto. Ya sabéis a qué me refiero. No la había oído jamás, pero me resultó familiar. Y recordé haberla soñado. Es como si anoche hubiese estado en el momento en que se pronunció: al despertar lo había olvidado, pero, al leerla, todo vino de golpe: Dáladon, el gran salón del concilio, los druidas vestidos de blanco, el gran guía de pie y el cayado apuntando a Fenórito… y en torno, como una presencia invisible pero sensible. Fue cosa de un segundo, y pensé que debía saber más.
—Conque las visiones continúan. Y ahora, has soñado con el gran concilio, que cambió para siempre nuestra historia, hace siglos.
Guardó silencio unos momentos, pensativo.
—Estas cosas no ocurren porque sí, Olivier. Menos si son tan vívidas. Te están, o nos están, advirtiendo de algo.
—¿Quién? ¿Quién nos advierte?
La interrogante cayó pesada en medio de la sala, y reverberó en el aire como una campana. Cipriano lo traspasó con su mirada.
—Esa, muchacho, es la pregunta exacta. Y me sorprende que la hayas pronunciado con esa facilidad. Y en esa lengua.
—¿Qué?
—¿Es que no te diste cuenta? Mi pregunta la hice en la lengua de los antiguos, el idioma que los druidas recibieron bajo el Árbol. Tú me entendiste, y preguntaste en la misma lengua. Ahora sé, además, que ni siquiera fuiste consciente. Esto es muy interesante.
Olivier estaba helado y atónito. Cipriano sonrió.
—Siéntate, Olivier.
Obedeció mecánicamente.
—A esta altura, no es un misterio para ti que el mundo es más que solo lo que vemos con los ojos de la carne. Como sabes, toda la creación es una armonía, como una gran canción entonada en la eternidad por el Creador, cuyas notas vuelven a Él. Bajo el Árbol, hace siglos, los primeros druidas oyeron esa canción, captaron su armonía. Tal unidad implica coordinar lo diferente, ordenarlo de modo que cada parte tenga un sentido dentro del todo. Al entrar en relación con el Creador, los druidas hacemos de puente entre lo visible y lo invisible.
—Entiendo todo esto, pero ¿qué tiene que ver con mis visiones? ¿Y con que sean advertencias?
—Ya lo entenderás, si me escuchas hasta el final. A los hombres no les cuesta, en general, admitir un orden en el mundo que ven. Pero sí que les resulta más difícil aceptar el que no ven. El problema es complejo, porque pertenecemos a uno y otro dominio, al natural y al espiritual, y por lo tanto entender el último es capital para comprendernos. El mundo del espíritu es anterior y superior al físico. El Creador es espiritual enteramente. Y así como en el orden natural hay jerarquías, también las hay en el sobrenatural: espíritus menores, siervos del Creador. O al menos así debió ser.
—¿Debió ser? ¿Qué es lo que decís?
—La existencia de la armonía implica la posibilidad del desorden, Olivier. No hay amor, que es como el tema del canto de la Creación, sin libertad, y esta, aunque esté concebida para ordenar las cosas según la partitura del Creador, incluye también la capacidad de no hacerlo. De otro modo, sería una libertad de mentira. La melodía que oyeron los primeros druidas, por alguna razón, no está completa. Hay en ella ruidos, desarmonías que provienen, en primer lugar, de que hay espíritus creados que declararon la guerra al Creador, por imposible que parezca; espíritus que se negaron al orden concebido por el Ser Supremo. Y cuando llegó la hora del mundo material, llevaron esa guerra hasta acá. Primero fueron las grandes bestias, que son como encarnaciones de las fuerzas naturales: corrompiéndose algunas, alzándose contra el designio creador, entró el desorden en los fenómenos de la naturaleza. La medusa, la quimera, el poderoso leviatán… no tendrían por qué haber sido como son. Y cuando fue creado también el hombre, que debía unir el mundo material y el espiritual en sí mismo, pastor de bestias y conocedor de lo invisible, no podía quedar al margen de esta guerra. Las grandes bestias quisieron eliminar a nuestros antepasados. La Alianza de los pueblos del Imperio fue el comienzo de la resistencia, y la intervención del Creador, revelando su canción a los druidas, fue el evento salvador.
—Pero también el hombre se puede corromper, también puede ser tocado por los espíritus rebeldes… de eso se trató el gran concilio ¿no? Se puso a prueba cuál era el orden del mundo, los congregados pretendían cerrar la disputa que abrió Fenórito.
—Exactamente. El gran concilio al final de la era conocida como de la Indecisión, marcó la división entre los druidas: los fieles, que creen en lo revelado bajo el Árbol, y que el mundo todo obedece a una armonía que hay que restaurar, y los fenóritos, que se revelaron contra el Creador, que creen que o no existe o se trata de un embustero, y en su lugar sirven a fuerzas… contrarias a Él. Son posturas inconciliables dentro de la batalla que se desata en nuestras almas: la lucha por ordenar nuestro interior, y luego el mundo, de acuerdo con la gran canción del todo, o el intento de seguir solo la propia voluntad, abrazando el ruido y renunciando a la armonía interior y exterior como cosa costosa e inútil.
—Y creéis que mis visiones son llamadas desde el mundo de los espíritus ¿pero no estáis seguro de si de los buenos o de los malos?
—Así es. Hasta que has hablado hoy. Los espíritus malignos jamás pronunciarían nada en la lengua sacra, como lo has hecho. Además, que te hayan mostrado el gran concilio y el momento de la expulsión de Fenórito me parece a mí más bien una advertencia. También yo he notado desde hace un tiempo mucho movimiento en el campo sobrenatural, como si algo estuviese despertando, o preparándose. Y creo que quienes están de nuestro lado están tratando de ponernos en guardia. En buen momento llega, pues dentro de poco será la reunión bianual de los druidas, los de esta región nos congregaremos en la encina de Manuria. Estoy deseoso de discutir estas cosas con los demás. Y tú, Olivier, mientras esté yo fuera será mejor que sigas estudiando: te dejaré los escritos de Ansálador, el gran druida que enfrentó a los fenóritos durante la Indecisión y que forjó las espadas que llevan nuestros reyes, después de la guerra druídica. Creo que te servirá.
El tiempo que Cipriano estuvo fuera pasó rápido para su aprendiz. Ciertamente, tenía mucho en qué pensar. Preocupado, por las mañanas se dedicaba a la lectura y meditación de los escritos que le había dejado, y por la tarde, después de las oraciones del mediodía, se acostumbró a dar largos paseos por los campos y los bosques, pensando. Mientras más aprendía sobre los sucesos de la Indecisión, las advertencias de Luciano el Vidente, las luchas de Ansálador, el cisma y la guerra druídica, más se inquietaba y necesitaba de esas caminatas.
Desde el comienzo de los tiempos había habido dos grandes conflictos devastadores, junto a los cuales cualquier otra guerra parecía un juego de niños. El primero fue la guerra contra las bestias: los monstruos que habitaban el mundo quisieron devorar o esclavizar a todos los hombres. Y lo hubieran hecho, de no ser por la unión de los pueblos turdetano, longobardo y arverno, la Alianza, que les hizo frente. Conmovieron con su valor a algunas bestias que les secundaron oponiéndose a sus malvadas hermanas y uniéndose a la Alianza: y fue entonces cuando los primeros druidas recibieron el don. Y luego, siglos después, hubo una segunda guerra catastrófica: la guerra druídica.
La humanidad había sido salvada del poder de las bestias, y había ganado cada vez mayor comprensión del mundo natural, lo que aparentemente le permitía también una mejor relación con las grandes bestias que se habían puesto de su lado. Claro que en esos tiempos antiguos en que la Alianza no era todavía Imperio seguía habiendo peligros, y de muchos héroes se cantaban gestas en las que vencían y expulsaban a criaturas horribles, monstruos que habían querido la destrucción de los hombres. Se contaba de sir Horland, por ejemplo, que había liberado toda la costa noroeste. Sin embargo, Olivier se daba cuenta de que paulatinamente la Alianza, y el Imperio después, se fue olvidando de la canción del Árbol. Y cuando eso ocurrió, también las grandes bestias que habían sido sus amigas se apartaron de los hombres. La profecía de Luciano el Vidente había sonado como una trompeta de advertencia, pero no la oyeron. Para Olivier era clarísimo que la debacle que vino después era una consecuencia de haber olvidado el camino. Rencillas y venganzas entre los poderosos, olvido del débil, fraudes, opresión a naciones vecinas, vanidad, violencia, presunción intelectual y en cambio muy pocas voces alzándose en sentido contrario, tocando los compases capaces de aunarlo todo, para que resonara la música de la creación: orden, virtud, entrega desinteresada a los demás.
Y, sin embargo, las gentes eligieron otra senda. Hasta llegar a negar la bondad de lo bueno, a llamarle hipocresía, afirmando que estamos hechos para nosotros mismos, no para los demás. Ahí había comenzado la locura de Fenórito, y la división, el gran cisma que rechinaba en la eternidad como una nota desafinada y terrible, y que luego condujo a la guerra abierta: y el rencor consumió a los druidas también y arrastraron con su poder al mundo y… fue un desastre. Solo por la misericordia del Creador y porque aún quedaba un resto fiel fue posible vencer en esa contienda y exiliar a los fenóritos. Si no fuera por sir Ruggier, que convenció a las grandes bestias de volver, que logró que los reptiles antiguos, que luego fueron llamados dragones, decidieran ayudar a la humanidad… ¡por el Creador! Si no hubiese sido por el primer caballero dragón, ese hubiera sido el fin del mundo.
Deberían haber aprendido de esa experiencia. Mas, lo que preocupaba a Olivier era precisamente lo contrario: es cierto que ahora el poder de los druidas, fieles o no, estaba limitado por la Promesa que impedía que se volviera a liberar la devastación sobre el mundo, es cierto también que las grandes bestias moraban cerca del emperador, y que Dáladon nunca había sido tan poderoso como en ese momento, en que el caballero dragón tenía su sitial entre los reyes. Pero… pero si se estaban repitiendo las conductas deshonestas, y si los druidas no parecían verlo, preocupados de otras cosas, y si los buenos hombres y los señores se dedicaban a justas y fiestas ¿no estaban repitiendo acaso el camino hacia el abismo? Si pudiera oír el sonido de lo que hoy sonaba en el mundo ¿oiría un canto armónico o un oscuro chirrido?
El regreso de Cipriano encontró a Olivier con más preguntas que respuestas. En cambio, su maestro volvió alegre de la reunión de los druidas, con muchas noticias que contar. Sorprendió a su joven aprendiz diciéndole que había oído nuevas de su hermano, que daba de qué hablar en el sur: Edward se hacía famoso por sus hechos al servicio del corregidor de Urbia, en lucha contra los bandoleros. El druida Odlán, que aunque no era de la región, estaba de paso hacia Dáladon y se había detenido en la encina de Manuria, se lo había contado todo: estaba muy impresionado con el caballero.
—¡Imagínate lo asombrado que quedó cuando le conté el asunto del fénix! Un orgullo para Uterra, en realidad. Y no solo él: también comenté en la asamblea lo de tus visiones.
Olivier estaba contento de oír noticias de su hermano, pero esto último llamó más su atención:
—¿Sí? ¿Y qué es lo que ha dicho la asamblea?
—Dos cosas. La primera, que serás admitido en el argíquio, pero no aquí. El archidruida quiere que estudies en Dáladon.
Olivier estaba sorprendido, pero no quiso interrumpir. Se guardó su estupor y preguntó:
—Y… ¿y lo segundo?
—Pues, que no eres el único que ha notado signos perturbadores. Aunque me parece que sí eres el único que ha tenido visiones: eso es bastante raro, más a tu edad. No es de extrañar que el archidruida te quiera en Dáladon, cerca del gran guía. Sin embargo, estas cosas son difíciles de interpretar. A pesar de los presagios, todo en el Imperio parece florecer, y las enseñanzas del Eterno son proclamadas incluso fuera de sus límites, entre los pueblos anatolios, varnos y alanos, que han abrazado nuestras creencias aun cuando tienen un modo de vida tan distinto al nuestro. Y aunque es cierto que hoy hay menos grandes bestias y que el linaje de los dragones ha declinado, quedando solo siete de ellos, llevamos siglos gozando de paz. Sé lo que me vas a replicar: la guerra de la frontera dura aún, y el sur es una revuelta. Sí, pero en realidad no son más que escaramuzas lamentables, la mayoría disfruta de tranquilidad. Todos esos signos de bonanza…
—Hacen difícil de interpretar los otros signos, los que los druidas y yo hemos presentido —completó Olivier—. Veo que dudáis, maestro, no os convence lo que acabáis de decir.
—Es cierto. Algo no va bien, Olivier. Pero, siempre hay peros, estaba con nosotros uno que presenció el mensaje del fénix: el que llevó al emperador hace años, cuando se cruzó en el camino de tu hermano. El ave aseguró que el Imperio florecería, a pesar de los problemas. Fue un consuelo para el emperador y para los reyes, que llevan tiempo navegando entre intrigas de los nobles que quisieran una tajada mayor de poder. Y esa sentencia también tranquilizó ahora a la asamblea.
Olivier guardó silencio, al igual que su maestro. Ambos se escrutaron, y pudieron ver en el otro las dudas y la sensación amarga de estar ignorando algo que no debían ignorar.
—Maestro —comenzó Olivier— seguro ya lo habéis considerado: el florecimiento del fénix ocurre después de su paso por el fuego, que consume del todo su cuerpo. No me deja tranquilo que haya sido precisamente esa la bestia enviada al emperador. Y luego, este despertar de fuerzas oscuras, y las visiones de advertencia…
—Sí, también lo pensé. Y alguno incluso se atrevió a insinuarlo en la asamblea. Pero ¿qué puedo decir? No fue tomado en cuenta: creo que porque es más fácil pasar por alto ese detalle y seguir como estamos. Vine meditando en esto en el camino de regreso.
—He estado leyendo las crónicas de la Indecisión y de la guerra druídica, y también los escritos que me dejasteis. Y me preocupa que las causas de esa guerra se están repitiendo. Vos y yo sabemos que el Imperio no es el lugar de paz que acabáis de describir. Las grandes bestias se han ido apartando, tal y como ocurrió entonces, cuando fuimos rebeldes a las enseñanzas del canto del Árbol. Y tal como entonces, muchos de entre los fieles tienen un ánimo corrupto. Aun sin consciencia de ello, hay quienes viven como si hubiesen sido educados por fenóritos.
—Los fenóritos son una vieja herejía, Olivier. Fueron expulsados al otro lado de la muralla del norte hace siglos y no hemos vuelto a saber de ellos. Quizá no quede ninguno.
—Y, sin embargo, mis visiones apuntan a la expulsión de Fenórito, el druida rebelde, precisamente. Antes de partir me hablasteis del mundo de los espíritus, y que hay también espíritus insurrectos al Creador. Ellos podrían estar actuando, y suscitando nuevas rebeldías entre nosotros, que nos lleven a una catástrofe similar. O quizá ni siquiera necesitamos de esos espíritus ¿no es verdad acaso que cualquiera de nosotros puede en la práctica actuar como si no existiera la Canción? No dudo de lo que dijo el fénix, pero ¿sobreviviremos al paso por el fuego? Quizá no fue enviado por consuelo, sino por advertencia, al igual que mis visiones.
—Hay maldad en los corazones, Olivier, pero también bondad. Siempre la ha habido. Comparto tus aprehensiones y no tengo una respuesta clara. Pero no olvides la profecía de Luciano el Vidente. En ella se habla de la confusión de estos días:
Cayeron los soberanos y la luz se esconde,
es este el tiempo, es esta la noche, de los cerrojos y de las tinieblas
que toda verdad y luz niegan.
Mas una voz desde lo más bajo se ha elevado.
Son los pobres y los humildes quienes claman:
¿dónde está el poderoso, dónde está nuestro amparo?
Y una luz rasgó la oscuridad,
un brazo poderoso rasga el velo de las sombras.
Y continuó:
—Los señores podrán corromperse, pero mientras haya una parte del pueblo que se mantenga fiel, no hay nada que temer.
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Como siempre, un gusto leer tus comentarios. Qué bueno que enganchen estos capítulos más "abstractos" siempre son un poco una incógnita frente a otros con más acción, pero creo que son necesarios para la profundidad de la historia. Gracias por tus comentarios!
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