Edward o el Caballero Verde, Part XVIII

Día de mercado


Día de mercado

La llegada de un mercader al villorrio era siempre un acontecimiento festivo. Y mucho más ahora, en que los caminos eran cada día más peligrosos: pocos hombres de negocios se aventuraban con su carga de bienes entre los poblados del interior; para hacerlo había que ser o muy valiente y rico para contratar buena guardia, o estar desesperado.

Ese último caso parecía ser el del aventurero que llegó a Odesia por la tarde a ofrecer sus mercancías, y fue recibido como si se tratara de un circo ambulante que viene a hacer fiesta. Los pobladores se volcaron a las calles, mientras el hombre y sus socios voceaban sus productos, al tañido de una campana de mano que convocaba a las gentes. En la pequeña plaza, se detuvo la carreta y desplegó el puesto con sus variedades: telas, vinos, quesos, pieles, artesanías y hasta armas bárbaras y otras cosas exóticas, de los más diversos mercados por donde los comerciantes decían haber pasado.

—¿Qué nuevas traéis, mercader? —le preguntó sir Edward— ¿habéis tenido duro viaje?

—Duro y largo, caballero. Mis chicos y yo venimos desde el Este, de los pueblos de las Llanuras Salvajes, que gobierna con mano firme Theleas el Audaz. En aquellas ciudades bárbaras hemos cambiado el oro del Imperio por estas ricas pieles y tejidos que veis, y también por algún buen acero. A decir verdad, y me pesa decirlo, las rutas son más seguras hoy en aquellos campos de salvajes que en estos bosques, infestados de malhechores. Para evitar caer en sus manos tuvimos que hacer el camino largo, descendiendo hasta el borde del pantano, desde el campamento de la legión en Aklos subimos por uno de los brazos del delta, pasamos por Príamo, por Urbia y el Obelisco, región en la que aún se nota la influencia del corregidor, y luego nos internamos bosque al norte: mientras más lejos, más peligroso se ha hecho. Perdí dos de mis carretas, y ahora necesito venderlo todo para recuperar las expensas del viaje. ¡Malditos sean Alcico y sus gentes!

Y refrendó su imprecación con un escupitajo al suelo, como solía hacerse entre el pueblo.

—Lamento oír eso, quiera el Creador que en algo sirva lo que hacen mis muchachos aquí para devolver la paz a estos bosques. Y a propósito: dijisteis tener algún acero, y a mí me gustaría renovar un poco el equipo de mis hombres, e incluso, si cabe, armar a los de este pueblo. Ya se ve que se necesitan manos para el trabajo.

—Sí, mi señor, tengo del bueno: forjado por los maestros herreros del Este. Os enseñaré.

Mientras examinaba una larga espada que el mercader le ofrecía, ornada en la guarda y curvada la hoja como solía ser la usanza entre los alanos, vio reflejada en el hierro la figura de Clara, que se acercaba al puesto con Lope y Madalena de la mano. Sin pensarlo, se volvió con una sonrisa nerviosa, pues mientras parte de él se alegraba de verla, otra parte había procurado evitarla, temeroso de los sentimientos que su presencia le provocaba.

—¡Hola, Clara! —la saludó con una familiaridad de la que se arrepintió al instante: Ulf estaba por ahí cerca, y no le agradaría verle con ella.

—¿Cómo estás, caballero? —le respondió regalándole una sonrisa— Es raro verte, y más raro aún que no nos hayamos topado antes ¿no crees?

Incapaz de juzgar si aquello era una indirecta o solo charla inocente, contestó con un gesto que debió parecer de lo más bobo, pues los niños se rieron de inmediato. Hizo como si aquella hubiera sido su intención y agradeció al cielo esa salida fácil, antes de retomar la conversación:

—Estoy revisando las armas que ha traído el mercader desde el Este. Creo que a Odesia le vendría bien pertrecharse en estos días. ¿Qué opinas de esta? He sabido que eres diestra en el combate.

—No creo saber más que tú de espadas. Además, no he venido por las armas, sino por la curiosidad de estos dos, primero… y para ver alguna tela, también.

Esto último lo dijo en voz baja, como si se avergonzara.

—¿Telas?

—Pues sí… ya sabes, para vestidos y esas cosas. La costurera me ha dicho que podría componerme alguno a cambio de ayuda en tareas domésticas y, dado que no sé regentar una taberna…

Solo entonces Edward se fijó en los vestidos de la chica. Traía puestos unos gastados y sucios, color marrón, de paño de saco o algo así. Por debajo asomaban sus viejas botas altas, y a la cintura se ceñía con un gastado cinturón de cuero del que colgaba la bolsa del dinero. Un manto de lana blanca y manchada cubría sus hombros y ningún adorno la distinguía. Era evidente que era su única y usada tenida, salvo por el gambesón tachonado y los pantalones abombachados con que la vio la primera vez.

—Si lo que busca mi dama es tela —interrumpió el mercader— tengo de todo por aquí: ved, ved, sin compromiso.

Y diciendo eso sacó de un arcón varios rollos de géneros y pieles, algunos suntuosos y otros sencillos, pero todos de buena factura y tejido firme, obra de manos expertas de las Llanuras Salvajes. Al ver los colores y sentir la suavidad del material, brillaron los ojos de la chica. Sir Edward lo notó de inmediato, con esas intuiciones del corazón que hacen sagaces hasta a los más despistados.

—Son muy lindas —dijo ella al mercader— pero no creo tener lo suficiente…

—Mi dama —respondió el otro— decid el precio y arreglaremos: como le decía al caballero, no me queda más opción que vender, mientras aún conservo esto en mi poder. El Creador fulmine al terrible Alcico.

—Pues no sé… ¿qué opinan ustedes, niños? —dijo volviéndose a ellos— ¿entre estos dos?

—Pues el celeste te sentaría bien —interrumpió Edward y se maldijo al instante. La mirada de sorpresa de la chica le atravesó al punto desarmándole:— quiero decir… este… porque ya sabes, tus ojos…

Clara contuvo una risilla mientras se ruborizaba. Ver al gran caballero hecho un atado de nervios le dio una sensación coqueta que no recordaba haber experimentado. Lope y Madalena cuchicheaban como si captaran la situación, entre risas. O quizá reían por cualquier motivo, pero a Edward le parecía estar bajo la mirada del mundo, exponiendo su torpeza.

—Pues celeste será —declaró la mujer con amplia sonrisa.

—¿He de ponerlo a vuestra cuenta, caballero? —inquirió el comerciante, intuyendo la situación y pensando que así ayudaba a su otro cliente. Pero la pregunta fue un mazazo que aturdió al pobre guerrero. Clara salió al paso:

—Por ningún motivo —dijo seria. Pagaré yo, y no se dirá en el pueblo que haya recibido regalos de su señoría el capitán de los jinetes. No necesitamos más embrollos de los que ya tenemos.

—No sería ninguna molestia, Clara —aventuró Edward, volviendo en sí.

—No sabes lo que dices. —parecía haberse molestado con la ocurrencia— Será mejor que vuelvas a concentrarte en los aceros y ocupes tu dinero en beneficio de Odesia, y no en mí. Dime, mercader, acerca del precio…

Edward no sabía qué pensar. Pero poco a poco se dio cuenta de que Clara tenía razón, y que había actuado con mucha más sagacidad que él mismo. Aceptar un regalo y luego aparecer frente a todos con el vestido que él le hubiese dado… hubiese excitado las habladurías del pueblo. Mientras ella regateaba el precio, hizo como que inspeccionaba otros productos del comerciante, apartando algunas armas aquí, y una que otra piel endurecida que podía servir como armadura.

Encontró también un juego de gambesones largos, tachonados con bolas de acero. Recordó el de Clara, con el que le había conocido. El gambesón era una prenda acolchada que los guerreros solían usar bajo la cota de malla para disminuir la fricción, pero que en sí misma también ofrecía defensa: se la conocía también como “la armadura del pobre”, pues aunque los campesinos no solían tener los recursos para una cota de anillas de hierro, sí que podían rellenar un jubón, acolchándolo y agregando a veces tachones de metal para mejor protección. Una vez más, se preguntó por qué Clara tenía una prenda semejante y, en cambio, estaba tan pobre en vestidos.

—Mira, Clara —le dijo— estos son como el tuyo.

La chica miró rápido por sobre el hombro y asintió, mientras pagaba la tela.

—Sí, pero con uno me basta. Buen día, Edward.

Tomando la mano de Madalena comenzó a irse seguida por Lope. El caballero suplicó al mercader que apartara lo que había elegido para pagarlo después, y se volvió hacia la chica, diciéndole:

—Espera, dame un momento.

Ella se volvió, decidida.

—Edward, no aceptaré ningún regalo que…

—No, no, olvídalo. Tienes razón.

—Oh —eso la sorprendió y, muy íntimamente, también la desilusionó— ¿qué ocurre, entonces?

—Sólo me preguntaba… ya sabes, no es común ver chicas como tú. El día que te conocí llevabas un gambesón como los de allí, estabas armada y acababas de vencer a un par de bandoleros, que se dedican a las riñas. 

—Habían asaltado la aldea el día anterior, y ustedes no llegaban aún con sus caballos y sus lanzas. Es lógico que estuviese armada.

—No lo niego, pero es curioso que tuvieses con qué armarte, y que supieras cómo usar todo ello. No es raro entonces que me pregunte cómo es que sabes de estas cosas. Estarás al tanto de que en la aldea se comenta mucho sobre ti y, bueno, quisiera saber de primera fuente.

—Edward, estás pidiendo más de lo que estoy dispuesta a dar. Te dije antes que aquí en el sur todos deben aprender a defenderse. Quizá debiera haber más como yo, es solo que no sobreviven hasta mi edad. Mi padre se enfrentó a los piratas fynnios siendo yo muy joven, y lo perdimos todo así. No voy a decir más: es suficiente con que sepas que perdí mi infancia en manos de esos desalmados asalta costas. Tengo mis razones para callar, y eso debiese bastar a un caballero.

—Perdona, Clara, no he querido revivir malos recuerdos. También tuve una infancia difícil ¿sabes?

—¿Tú? No puedo imaginarme tal cosa. Seguro creciste entre sedas.

—Podría haber sido así, en otra casa que la mía. No, desde pequeño mi padre me hizo sentir la responsabilidad de estar a la altura de la herencia familiar. No soy el mayor, pero recuerdo que siendo un niño nos contaban las historias de honor y valentía de mis ancestros en Uterra. Nunca me obligaron a nada, mas no puedo decir que haya tenido una niñez común: yo mismo me decidí muy pronto a convertirme en guerrero del Imperio. Desde los diez años, dejé los juegos y empecé a manejar la espada. A los doce, mi padre me envió a la frontera, al marquesado, y entré al servicio del señor de Nedrask. Debí haberme dedicado a ayudarle como paje, pero la frontera está siempre en guerra y yo me lancé contra los varnos. A los catorce ya había participado en varias escaramuzas, y mis aceros habían probado la sangre, mis manos habían matado. Luego fui armado caballero.

—¿Por qué me cuentas tu carrera?

—No lo sé. Lo siento: yo abracé voluntariamente este camino, no tengo idea de cuál habrá sido el tuyo. Pero creo que coincidimos en haber perdido la inocencia de la infancia antes de lo acostumbrado.

Clara guardó silencio, pensativa. Edward aprovechó para continuar:

—Permíteme una última cuestión: si tu padre se enfrentó a los fynnios quiere decir que eres de la costa, lejos de aquí. No te sorprenderá que me atreva a preguntar cómo llegaste a los bosques… y como los conoces tan bien.

Las pupilas de Clara se encogieron de sorpresa, al abrir ella grandes los ojos. Y luego, como un balde de agua fría, presintió que Edward sospechaba de ella. Se maravilló de su propio asombro: al fin y al cabo, todo el pueblo lo hacía. Y, sin embargo, había abrigado la secreta esperanza de que con él fuera distinto.

—¿Quién te mandó preguntar tales cosas? ¿A quién has estado oyendo…? Ha sido tu amigo, cierto, ese ¿Ulf? El que va por ahí con su cítara. Seguro que ha estado prestando oídos a habladurías ¿y tú le crees?

—Clara, por favor, no me malinterpretes —intervino hablando rápido, temiendo que se fuera de golpe— No es eso. Yo… yo no dudo de ti. No puedo hacerlo y… y dejémoslo así, también yo quiero callarme las razones. Pero tengo una misión aquí, Clara. No confías en los hombres del Imperio, en los caballeros como yo o en la autoridad: sea. Pero sí que quieres proteger esta aldea. O al menos a Lope y Madalena ¿no es así? Pues bien, es indiscutible que sabes moverte por los bosques. No puedes negarme que has estado en ellos, y que abandonaste la aldea durante meses, internada por esos caminos. No sé cómo los has aprendido, pero no te interrogaré más sobre ello. En cambio, necesito de tu ayuda, Odesia necesita de tus conocimientos, de tus habilidades.

Eso era nuevo. Y de algún modo expresaba una confianza de la que se alegró. Pero no podía mostrarse entusiasmada, tan de golpe, luego de haberle encarado con enojo.

—¿Qué necesitas de mí?

—Has oído, seguro, que las cosas se complican. Los bandoleros son cada vez más y más agresivos, se habla hasta de insurrección. Me tiene harto estar a la defensiva, debemos pasar a dar el golpe, o hacer algo que permita al menos trabajar en paz. Y para eso necesito adelantarme a sus movimientos, en lugar de estar siempre reaccionando. Si conociera las rutas de los árboles… quizá podría anticiparme mejor a ellos. Sé que no tienen campamento fijo, pero forzosamente se mueven por sendas que yo y mis hombres no vemos. Quizá tú sí.

Bajó ella la vista. Y se topo con la de Lope. 

—¿Irás al bosque? —le dijo este.

Clara no pudo negarse. Hubiese sido muy sospechoso, se dijo para justificarse. Y no podía perder el favor del caballero. Bien sabía que muchos le aconsejarían en contra de ella, por lo que no debía dar pie a confirmar ninguno de esos rumores: si lo hacía, no podría volver al campamento de Dardán sin temer por su vida, y perdería toda oportunidad de llegar a Quinto.

—¿Qué dices, Clara? ¿Me acompañarías a una ronda de inspección, a las faenas que protegemos? Si me muestras los secretos del bosque, podremos evitar nuevas pérdidas.

—Está bien, Edward —dijo ella— cuenta conmigo.


Continúa en "las rutas de los árboles"

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