Edward o el Caballero Verde, Parte XX
Fiesta en la taberna
—¿Has disfrutado del paseo y de la charla con tu amiga?
Las estrellas brillaban en el cielo. Edward y Ulf desensillaban los caballos antes de retirarse a descansar, luego del largo día.
—Ulf, si no te conociera, diría que estás celoso. ¿Qué es lo que le ves a Clara? ¿No nos ayudó acaso?
—Más bien, me asustó lo mucho que sabe de los bosques. Demasiado, en realidad, para alguien que no creció en ellos.
—Lo importante es que está dispuesta a echarnos una mano. Entiendo que desconfíes de ella, pero confía en mí: hoy me he convencido de que aborrece con toda el alma a los malvados.
Suspiró Ulf, observando a su amigo. El gran guerrero —pues estaba notablemente más alto que cuando salió de Uterra— estaba concentrado en aflojar las cinchas de Diamante, y le había contestado sin mirarle. Algo le molestaba, de otro modo su réplica hubiese sido, como siempre, de frente, fijando sus ojos decididos en el rostro de su interlocutor.
—Sabes que si me pides confiar en ti, Edward, no puedo hacer otra cosa: en tus manos pondría mi vida. Pero ahora confía un poco tú en este amigo que te ha seguido por medio mundo: algo te tiene preocupado. Veo que esta vez no te sonrojas, por lo que no deben ser cuitas de amor.
El caballero quitó la montura de Diamante y la puso a un lado, para luego proceder a retirar el freno al buen animal. Dando unas palmadas cariñosas a su cuello, lo condujo hacia la pesebrera. Solo entonces se volvió hacia su amigo:
—Ulf… no sé cómo decir esto. Pero, luego de lo que hemos visto aquí, ¿qué piensas del Imperio? Hace un tiempo me comentaste que te parecía que Dáladon abandonó esta zona en manos de maleantes. ¿Y si los maleantes no fueran los bandoleros solamente, sino que también los señores?
—¿Qué quieres decir? Ya hemos hablado de esto. Sabes mi opinión, menos soñadora que la tuya: no todos los nobles son como tu padre, ni la paz es tampoco una realidad en todo el Imperio, como debiera. Tú mismo me recordaste una vez que en los límites la vida es dura pero que, pese a todo, allí donde hubiera alguien dispuesto a luchar por la justicia, allí estaba el águila tricéfala. ¿No estás tú aquí por eso? ¿Qué es lo que te sorprende?
—No es lo que hacen los que se olvidaron de su lealtad al emperador y los reyes lo que me preocupa, sino lo que no hacen los que se suponen son fieles.
—Edward, yo no soy un pensador. Y a ti te preocupa algo concreto, no una vaguedad como esa. Dime de una vez: ¿qué ocurre?
–Bien: lo formularé así, pero no te gustará. Clara me ha dicho que sospecha que detrás de Alcico está Quinto.
—¿Clara te ha dicho…? ¿Que sospecha…?
—Ya ves, no debí decirlo así, pues no confías en lo que ella pueda decir… Y no, no sospecha. En realidad, está convencida. Está muy segura de la maldad de Quinto, por alguna razón que no pudo decirme.
—Edward ¿no fuiste acaso tú mismo el que me explicó que el regente de Namisia compite con el corregidor de Urbia para ser señor de la ciudad? ¿Y no me comentaste que las victorias de Casiano sobre Alcico podrían valerle también el triunfo sobre su rival? ¿Y que en cambio, que si los bandoleros se imponen, que tanto el barón como su protegido quedarán en desventaja en la zona, frente a los hermanos Marcus y Quinto?
—Sí, así es…
—¿Y no lo ves? Es raro que yo lo diga, pero tu amiga tiene un punto. Quizá el regente no está en la raíz de todo esto, pero, si resulta ser un político hábil, ahora debiera estar estrechando lazos con los hombres del bosque para asegurarse de que su rebelión se imponga, al menos el tiempo suficiente. Si no la provocó, al menos se beneficiará de ella.
Edward estaba estupefacto.
—¿Es que todos lo veían así, menos yo? —exclamó— Hay que avisar a Casiano ¡qué digo! Lord Geoffrey debe enterarse.
—Edward, seguramente ya lo sabe.
—Bastará entonces una carta a Dáladon, y el rey o incluso el mismo emperador harán justicia, Quinto no puede tener su apoyo si está en conexión con criminales.
—¿Y qué prueba acompañará a esa carta? Recuerda que el hermano de Quinto está en la corte. Una acusación así, vacía, tendrá el efecto contrario, y el sospechoso será el barón. No hará algo así, a menos que estuviese dispuesto a enfrentarse abiertamente con Namisia y Dórida, al mismo tiempo que sostiene su campaña contra los fynnios.
Edward calló, aún más preocupado que antes. No quería aceptar una cosa así, pero tenía, lamentablemente, demasiado sentido.
—Vamos, Ulf, acompáñame a la taberna. Dicen que hoy habrá fiesta allí, y yo necesito quitarme estos pensamientos de encima. Quiero una cerveza.
Era tarde, pero el salón de la taberna estaba iluminado. La gente del pueblo había ayudado a reconstruirlo, pues era el único lugar de reunión de que disponían. Además, la llegada del mercader, que pronto partiría, había vuelto a llenar los barriles del local, que por primera vez en mucho tiempo pudo ofrecer alcohol al pueblo. Por lo tanto, toda la aldea estaba allí, apretujada y alegre. Clara y otras mujeres atendían las mesas y la charla y la música se iban alargando con aire festivo.
La joven se alegró al ver aparecer en la puerta al caballero. Había pensado que no vendría, cansado como le vio después de la ronda. Y, sin embargo, allí estaba. Lope y Madalena lo notaron de inmediato, como si hubiese sido anunciado, y corrieron hacia él. La chica sonrió, complacida, y se permitió observarlo desde su incógnita posición entre la muchedumbre. Era cierto que el guerrero de Uterra había sido un poco cansino con sus preguntas. Pero también, que las mismas brotaban de una preocupación sincera por todos, y de un convencimiento íntimo sobre la importancia de su misión. Misión que había buscado él mismo, en lugar de quedarse con su familia en la heredad paterna. Se sonrió imaginando a los miembros de ese clan, a sus hermanas y hermanos, de los que Edward le había hablado por el camino, y preguntose si todos tendrían el mismo ánimo que el caballero. Ella también había hecho bastantes preguntas, ahora que lo pensaba: pudo hacerse una idea bastante clara de la vida del capitán de Casiano. Y su corazón latió un poco más fuerte al caer en la cuenta de que las preguntas de Edward, las que tanto le incomodaron, habían sido formuladas no solo por preocupación general, sino por interés en ella.
En ese momento, vio que los niños la señalaban, y la mirada del hombre se dirigía hacia donde estaba. Sonrió y fue a su encuentro.
—¡Qué bueno que has venido! —le saludó— y también tú, Ulf, bienvenidos —agregó, consciente de que tenía que hacer lo posible por ganarse también al amigo del caballero.
—Gracias, Clara —contestó Edward por ambos— es un gusto verte también… y veo además que te has puesto el vestido que compraste.
—¿Te gusta? —dijo enseñándoselo— la costurera hizo un trabajo rápido y bueno. No recuerdo la última vez que tuve ropas nuevas.
—Te sienta magnífico. El celeste, ya te lo he dicho, realza tus ojos.
Un silencio y rubor en las mejillas fue lo que siguió a esa declaración. Ulf no podía dar crédito a sus oídos: ¿cuánto habían intimado esos dos en un solo viaje? ¿Dónde había quedado el decoro de su señor? ¡Toda Odesia los vería flirtear, por amor del Creador!
—Nos encantaría poder probar esa nueva cerveza que trajo el mercader —intervino Ulf, antes de que la situación escalara— ¿podrías hacernos un lugar?
—Oh, de cierto —dijo ella, como si se rompiera un hechizo— perdónenme, no sé en qué pensaba —y añadió:— me temo, sin embargo, que no es cerveza lo que nos ha traído el mercader, sino otra bebida del Este: hidromiel. Pero a todos les ha encantado. Por aquí, les haré sitio.
Ulfbardo se alegró de que, una vez con las jarras entre las manos, el trabajo en la taberna fuera lo suficientemente abrumador como para que la chica no pudiera distraerse demasiado con ellos. Aunque no era la dueña del lugar, sino solo la guardiana de los niños, en una ocasión tan especial como la de ese día, no podía la que había sido mesera allí desentenderse del trabajo como si fuera algo ajeno a ella.
Edward, por su parte, estaba distraído. Su mirada vagaba, inconscientemente, entre sorbo y sorbo buscando a la mujer entre la multitud. No el alcohol, sino la vista de la muchacha era lo que había conseguido apartar las preocupaciones de su cabeza.
—Edward, sé que no te gustará oírlo, pero por respeto a tu padre tengo que decírtelo: no te olvides que es un imposible. Sabes a lo que me refiero.
—Ulf, amigo mío —le respondió mirándole— eso lo sé. Pero es de noche, y la noche es el espacio del sueño. Déjame al menos un momento soñar que es posible. ¿No tienen los juglares baladas sobre amores prohibidos?
—Ya está. Ahora puedo jurarlo. Te has vuelto de la noche a la mañana un romántico. ¿Cómo es que no me pides epopeyas en lugar de canciones de amor? Me temo, sin embargo, que todas ellas cantan una situación bien distinta: ya ves, normalmente la dama es inalcanzable por estar por encima del amante, socialmente hablando. No al revés.
—¿Y qué sabes tú de la posición de Clara? No conoces nada de su pasado.
—¿Y tú sí? ¿Me vas ahora a revelar de golpe que nuestra misteriosa mesera es en realidad una princesa? Eso sí que sería noticia.
Edward suspiró.
—Oh, Ulf. Déjalo. Tienes razón, es una tontería. Debiera en cambio estar preocupándome por lo que corresponde a mi rango de caballero, y pensar en cómo desenmascarar a Quinto y hacer caer a Alcico —diciendo esto, tragó un largo sorbo de hidromiel, esperando que su sabor diluyera un poco la herida de amargura de su alma.
Su amigo, compadecido, le dijo:
—¡Vamos, Edward! Anímate. Todo el mundo está de fiesta hoy. Perdona mis palabras, que si bien ciertas, no han atinado al momento adecuado. Pero yo sé qué tipo de palabras puede animarte. ¿Quieres oír, por ejemplo, la canción de Argos? Las historias de héroes siempre han levantado tu corazón —el caballero hizo un gesto desganado, pero Ulf sabía que no era una reacción sincera. Levantó entonces la voz, para ser oído de todos— ¿Queréis, oh habitantes de Odesia, oír el cantar de Argos?
Un estruendo de entusiasmo fue la respuesta, y el músico se puso en pie.
Clara se detuvo al oír el anuncio, por primera vez en años interesada en una canción. No sabía qué es lo que le pasaba, pero sentía como si no hubiese vivido hasta ese día, como si por primera vez pudiera captar la alegría a su alrededor, y no solo las sombras. Quería convencerse de que era culpa del hidromiel… pero muy en el fondo conocía la razón, cuando veía que, entre la multitud, un par de ojos le buscaban. Y extendiendo la simpatía que sentía por el caballero a su amigo, quiso escuchar su función.
En ese momento, sintió un golpeteo en la ventana, tras ella. Se volvió, pensando que sería gente que, no pudiendo ya encontrar espacio por la entrada principal, querían que les abriera la puerta de atrás. Sin pensarlo, abrió: pero ante sí solo tenía el rectángulo negro de las tinieblas.
Dio unos pasos hacia la noche, mientras la música empezaba a sonar a sus espaldas. Y sintió que alguien le tomaba la mano y le tapaba la boca, arrastrándola hacia la oscuridad. La puerta se cerró tras ella y la taberna y su alegre mundo fueron arrancados de su vista de golpe, cuando un saco cubrió su cabeza. Sujeta, se sintió llevada lejos y rápido, hasta que arrojada al suelo le quitaron la capucha y pudo ver a sus captores. Dardán levantaba una antorcha, estaban en medio del bosque.
—Perdona nuestros modales, Clara —le dijo con ironía— pero tenemos que hablar.
Y junto a la figura del calvo, se recortó otra, que hizo que la muchacha perdiera el aliento y las ganas que tenía de luchar: Ulderico.
Continúa en "La canción de Argos"
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