Edward o el Caballero Verde, Parte XXIV
Emboscar al emboscado
La luz del sol había ya abandonado la tierra, y en el cielo titilaban las estrellas cuando Ulf volvió a Odesia. El día había sido largo y estaba cansado. Se encaminó al cobertizo que habían transformado en el barracón de Edward y sus jinetes, imaginando que su amigo también estaría agotado: seguro tuvo que lidiar con las explicaciones a los aldeanos, consolar a madres y viudas, calmar el enojo de los hombres. Pese a ello, cuando llegó lo encontró despierto, con un mapa delante, a la luz de una vela.
Muchas veces le había visto así. En el último tiempo el caballero se había habituado a la estrategia. Como lugarteniente de Casiano, coordinaba las operaciones de la milicia en toda la región, y desde ese cobertizo con frecuencia salían mensajeros con órdenes a otras villas o con informes al corregidor. El joven que en la frontera se había distinguido por su audacia en el campo de combate ahora crecía también como capitán, y Ulf se imaginaba que no le costaría gran cosa llegar en su día a general.
Sin embargo, percibió algo distinto, esta vez. Edward miraba los mapas, pero su vista estaba perdida. Creyéndose solo —no había levantado la cabeza— no disimulaba una mueca de dolor en su rostro. ¿Estaría herido acaso? El cantor descubrió en el discurrir de sus ojos que en realidad la mente del amigo no estaba allí. Era como si tratara de ahogar con trabajo sus preocupaciones. Y no lo estaba logrando.
—Edward —le interrumpió— ¿aún despierto?
—Hola Ulf. Sí. Trato de descifrar los movimientos enemigos… ya sabes, lo que hablamos esta mañana.
—Veo que te has decidido a tratarlos como a un ejército rival…
—Han cruzado ya la línea, Ulf. No podemos seguir pensando en ellos solo como asaltantes de caminos. Los maleantes comunes no asolan pueblos, no atacan milicias armadas de las que no conseguirán ningún botín. Alcico se comporta como un general y esto es ya una campaña militar. Nuestro error ha sido tratarlos distinto hasta ahora. Pero ya no más.
—Tienes razón —le contestó Ulf, sentándose junto a él— ¿y qué has visto?
Sir Edward suspiró. Le estaba costando trabajo mantener esta finta de la que se había convencido a sí mismo.
—Mira: lo importante es tratar de entender cuáles son sus objetivos. Sabemos que se están quedando sin tiempo, y presumimos una conexión con el regente. De otro modo no se entiende: han escalado tanto en su violencia que, si quieren sobrevivir, necesitarán la protección de algún noble, o terminarán atrayendo sobre sí al barón o incluso a la legión. Lo que sea que hagan ahora, debe favorecer a Quinto y dejar en vergüenza a Casiano. Por ende, creo que se dirigirán en esta dirección ¿vez? Quizá se atrevan contra Urbia misma, pues no necesitan conquistarla, solo que corra la noticia de que el corregidor no es capaz de mantener el orden en sus propias narices. Siendo así, nosotros debiéramos movernos por caminos ocultos hasta aquí, pero antes, enviar una columna abiertamente hasta acá, de manera que sirva de señuelo. Las sendas de los árboles nos servirán para mover con sigilo a la mayor parte de hombres y controlar al mismo tiempo los desplazamientos de Alcico y…
—Edward. Se ve muy bien. Lo has pensado. Pero creo que todo esto lo tienes resuelto desde hace bastantes horas. ¿Por qué sigues aquí, despierto? ¿Qué es lo que te molesta? Estás intranquilo.
—¡Cómo no voy a estarlo! Nos estamos proponiendo un golpe audaz. Aunque la estrategia esté definida hay que preparar muchas cosas: órdenes detalladas, equipo…
—¿Y lo estás haciendo frente a un mapa? ¿Sin tinta, sin pluma? ¿Sin pasar revista a las armas, o soldado que lleve tus órdenes a la mesnada?
Guardó silencio el caballero. Los sentimientos volvieron a enredarse con sus pensamientos y el semblante preocupado se agravó. Ulf leía en él un profundo dolor. Ya había descartado que se tratara de alguna herida de combate: no había razón de que Edward le ocultara un dolor físico.
—Puedes confiar en mí, Edward. Algo tienes, y no puedes dormir por eso.
—Hoy he estado con Clara… —respondió el otro, por lo bajo.
Ulfbardo guardó silencio, la angustia del caballero comenzaba a aflorar.
—He estado con ella y… no lo sé. Algo ha cambiado. No puedo describirlo, Ulf, y me atormenta su mirada todavía. No la que siempre ha tenido: hoy ha sido fría, dura. Cruel… y atormentada. Sufre más allá de lo que te imaginas, Ulf.
—Edward…
—No es el momento para recordarme tus advertencias —le interrumpió— sigo creyendo que, en el fondo, estamos en el mismo bando. Es solo que…
—No iba a hacerlo. ¿Cómo podría tener tan poco tacto? Clara carga con fantasmas oscuros, pero tú has sabido ver luz en sus ojos. Yo… yo no. Y por eso, creo que descubrir esos fantasmas a ti te afecta más. Lo que iba a preguntar es ¿cómo estás tú?
Su amigo le miró, con ojos de sorpresa. Luego, bajó la mirada, y dijo por lo bajo:
—¿Yo? Desilusionado. Pero ¿qué importa eso ahora? Es Clara la que se está torturando, y solo ella podría poner fin a su propio dolor. Pero no quiere o no puede hacerlo. Por otro lado, debemos continuar con nuestra lucha. Ella ha accedido a ayudarnos con nuestro plan: quiero tenerlo todo listo para cuando nos reunamos mañana y elijamos las sendas correctas…
Ulf se quedó ensimismado, junto a Edward, mientras su amigo volvía a sumergirse en los mapas y en las rutas. No pudo evitar inquietarse ¿qué resultaría de una expedición armada y aconsejada por Clara? ¿Era realmente confiable, la chica? Pero no podía, ahora, levantar de nuevo las sospechas en la cara del caballero. No lo soportaría.
El día llegó. El sur se puso en movimiento. Casiano había sido advertido, las órdenes, despachadas. Hombres con lanzas y espadas se agitaban en las villas, tomaban los caminos del bosque. Y en la profundidad de la floresta, rufianes con garrotes y dagas se preparaban también. Unos y otros creían saberlo todo del adversario. Unos y otros estaban seguros de anticiparse a los pasos del rival. Pero unos y otros no podían estar en lo correcto al mismo tiempo.
Urbia había quedado protegida por una escasa guarnición, para tentar al enemigo. Casiano y los suyos alejábanse abiertamente por el camino, bajo los rayos del sol. Edward y sus hombres acechaban en la espesura, amparados por las sombras de los árboles, esperando que Alcico hiciera la primera jugada.
Clara estaba entre ellos. Nunca había sido tan frío su mirar. Edward y ella hablaban solo lo estrictamente necesario, y a Ulf, que antes los había visto charlar con locuacidad, le parecía ahora que su conversación estaba hecha de monosílabos. Llevaban ya un par de jornadas en el bosque, en el que la chica se movía con indisimulada soltura. Normalmente esto hubiera tenido nervioso al amigo del caballero, pero ahora le preocupaba más que este ni siquiera notara ese detalle, como si la pesadumbre, que desde aquella noche del ataque no había hecho sino aumentar, nublara sus ojos. Y la alarma de Ulf llegó a su punto máximo cuando esa mañana notó en el semblante de Clara no solo la acostumbrada frialdad, el viejo enojo, sino también una expresión de torturada pena, de inseguridad. Tanto más le alteraba esa señal cuanto menos la entendía.
Tomaron posiciones. Arnaud e Irbaud informaron al caballero de Uterra de los movimientos percibidos por los centinelas. Muy cerca se desplazaba el enemigo, con paso rápido y silencioso hacia la patrulla que con fingida inadvertencia hacía un reconocimiento de los alrededores de Urbia. Al oírlo, Edward echó una mirada a Clara, quien asintió: era el momento de tomar el camino indicado y preparado por la joven. Sin esperar más, sin ver cómo se ensombrecía el semblante de la muchacha, el ya famoso capitán hizo una señal y un bosque de lanzas avanzó entre el ramaje.
Casiano estaba lejos. Con el grueso de la guarnición de Urbia, pensó Clara, a esta hora debía estar ya subiendo por el camino que conduce al Obelisco, creyendo que con eso le seguía el juego a los bandoleros, quienes habían amenazado con cruzar por ese punto el Dáladad, en dirección a Calidia. Pero ella sabía que era solo una pantalla. En ambos sentidos: Casiano creía que apartando a sus hombres de Urbia, les ofrecía a los rufianes un tentador botín y los lanzaba al lazo de Edward. Y por su parte, los hombres del bosque sabían que las noticias difundidas sobre el avance hacia el Obelisco eran falsas, y se congratulaban de que el corregidor estaría demasiado lejos para cuando ellos saltaran sobre los emboscados. El mismo Alcico estaba personalmente involucrado en la operación: sería el señuelo para que Edward saliera de su escondite. A Clara, sus contactos en las sombras le habían dicho cómo reconocer al jefe forajido, a quien nunca había visto.
Por el camino, la patrulla avanzaba en formación. Sabían que en cualquier momento serían atacados, pero también que muchos aceros acudirían en su apoyo en el momento preciso. Con eso se consolaban los soldados de Urbia. Pero no podían evitar estar nerviosos: aunque Edward irrumpiera en el momento exacto, cayendo por sorpresa sobre el enemigo desprevenido, no por eso las armas de quienes los acechaban eran menos letales.
Transcurrieron momentos tensos. Alcico había sentido la presa. Grupos de bandoleros fueron vistos aproximándose rápidamente a la patrulla. Edward contuvo las riendas de Diamante. Sus hombres iban y venía, invisibles, por las sendas de los árboles: Domitiano y Alonso estaban en posición. Flurien y Unfert en la suya. Ximeno estaba listo, con Arnaud. Irbaud aguardaba sus órdenes.
De pronto, por el camino llegó el centelleo del acero. Avanzaban los hombres que eran también anzuelo. En silencio, la mesnada los dejó pasar. Sabían que el enemigo estaba cerca. Edward vio el rostro de esos guerreros, asustados, y sintió un remordimiento por ponerlos en esa situación. Pero era la única manera. Se alejaban ya de su vista. Uno de sus centinelas le advirtió sobre el avance rápido del adversario. Edward dirigió a los suyos a ese punto.
Pronto estuvo junto a un claro. En ese lugar, los árboles habían dejado caer ya gran parte de sus hojas, y muchos troncos y ramas eran ahora desnudos dedos que permitían el paso de la luz. Al otro lado del claro alcanzó a ver el reflejo del metal, deseando que en cambio sus oponentes no lo percibieran hasta que fuera demasiado tarde. Y entonces, el clamor de la lucha le devolvió a la realidad: comenzaba el ataque.
Como fieras, los salteadores de caminos se abalanzaron sobre la reducida patrulla, que juntó sus escudos y abajó sus lanzas, en defensa. El bosque se llenó de los gritos del combate. Varios arqueros prepararon sus flechas.
—Esperad —los retuvo Edward— esperad, no pueden ser todos, y no debe quedar nadie fuera de esta redada.
Los soldados luchaban con valor: luego de resistir el primer empuje, embistieron también. El caballero se mordió los labios, impaciente ¿qué ocurría? ¿Por qué no se mostraban todos? Sus vigías habían informado de números mucho mayores de enemigos, pero estos seguían ocultos ¿le habrían visto, quizá?
—Sir Edward ¡mira! —le dijo Clara, sobresaltándolo: un nuevo contingente de malhechores se lanzaba a la pelea, emergiendo de entre los árboles— ¡Ahí! ¿Lo ves? ¡Ese es Alcico!
La mujer apuntaba hacia una figura imponente, a la cabeza de los refuerzos que aparecían ahora en el claro. Llevaba dos cinturones en bandolera y un yelmo alto con una crin de caballo negra al viento. Tenía un aspecto tan terrible como el que se pueda imaginar.
—Espera —intervino Ulf, desde atrás— ¿cómo es que tú…?
Pero Edward no podía esperar más: sin dejar que su amigo concluyese, llevado por el deseo de atrapar al criminal, dio el grito de carga. Un tropel de cascos resonó en el bosque, secundando a cuernos y trompetas, y los emboscados cayeron sobre su objetivo como un tifón, de modo que nadie más, tan solo Clara, quien se quedó atrás, pudo oír la conclusión de la pregunta de Ulfbardo:
—¿… le reconoces?
Y no hubo respuesta.
Lanzó a Diamante en recta línea hacia el casco de la crin negra. En su mano, la espada vibraba de emoción cuando sir Edward de Uterra hirió el aire con su grito de guerra. De todas direcciones, sus hombres prorrumpieron en el claro y fueron recibidos por los alaridos de alegría de la patrulla asediada. Vino luego, en un segundo, el choque brutal contra las filas de Alcico. El hierro se entrelazó en tupida lucha y el canto de las aves fue reemplazado por el rugir de la batalla.
Alcico era un hombre imponente. Iba a pie, pero su estatura le hacía descollar entre todos, y manejaba una terrible maza que causaba estragos a su alrededor. Cuando el caballero irrumpió en el combate, el líder de los bandoleros se volvió para hacerle frente, sin temer a los cascos de Diamante ni a la espada que centelleaba como un relámpago en medio de la refriega. Sus miradas se cruzaron, y el bandido le saludó con una sonrisa astuta en los labios.
Edward atacó el primero, rápido y mortal. Pero su certero tajo fue desviado por el largo garrote de su oponente, que además esquivó la carga de su corcel. Con la maniobra, cambiaron de posición, y hubieron de volverse para encararse nuevamente.
—A ti te estaba esperando —le dijo, con sarcasmo que Edward no captó.
—Alcico. Ríndete, no hay forma de que salgas de esta. Ya se acabó.
—Qué curioso —contestó— Iba yo a proponerte lo mismo.
Sin esperar una respuesta, el villano se llevó dos dedos a los labios y soltó un agudo chiflido. Al instante, fue contestado desde todas direcciones. Se oyeron risas. Y en los bordes del claro aparecieron ahora nuevas lanzas, esta vez enemigas. De inmediato, los emboscados se arrojaron contra las mesnadas del caballero y la escasa guardia de Urbia.
Edward estaba desconcertado, fuera de sí. No podía creerlo. ¿Era acaso un sueño? Estaba siendo emboscado ¡otra vez! ¿Cómo…? ¿Cómo era posible?
—¡Tú! —gritó, dirigiendo un nuevo fendiente a Alcico, tan efectivo como el anterior— ¡te voy a despedazar!
Soltó el maleante una humillante carcajada, mientras le traían una montura, arrebatada a uno de los compañeros de Edward, que acaba de caer bajo las saetas enemigas. Montando con agilidad, el jefe bandolero corrió hacia sus propias filas, al tiempo que Edward ordenaba a los suyos seguirle. Pero apenas Alcico y sus hombres se reunieron, llovieron las saetas. Irnaud fue acribillado justo delante de Edward. Sintió también la caída de Domitiano. Ya llegaban de todas direcciones los refuerzos, y los del bosque se abalanzaron sobre ellos: Cayó también Unfert, y una pedrada de honda le voló la cara al pobre Ismael.
Un grito de angustia escapó de la garganta del caballero, mientras se cubría con su escudo, obligado a detener su carrera, rodeado ya de enemigos. No conseguía ver dónde estaba el resto de su gente. Sintió un golpe en el costado, y Diamante se encabritó y le lanzó al aire. Cuando sintió el suelo, pudo oír los cascos del corcel que se alejaban, y las risotadas a su alrededor.
—Ahora, como decías hace un momento, Edward: —era Alcico quien hablaba— “ríndete. No hay forma de que salgas de esta. Se acabó”.
Los bandoleros aparecieron alrededor al oírse la señal de Alcico, como conjurados por el chiflido, como si hubieran brotado de la misma tierra. Ulf no había entrado en la batalla: en lugar de ello, cuando vio que Clara, luego de la primera carga de Edward, intentaba irse de allí, la siguió decidido y con un mal presentimiento. Y ahora, todo se confirmaba: los rufianes salían de su escondite, y estaba rodeado.
Hervía su sangre de rabia. Por el rabillo del ojo, vio que los bandoleros cargaban hacia el claro e intuyó el final. Algunos, al verle allí, se lanzaron también sobre él. Picó espuelas decidido a al menos hacerse con la traidora, que cabalgaba delante, antes de que le atraparan a él. Pero un virote de ballesta derribó a su caballo. Al caer con el animal solo un nombre alcanzó a gritar:
—¡Clara!
La chica se detuvo, asaltada por sentimientos difíciles de describir. Ulf vio que su rostro atormentado se volvía hacia él. Luego, sus ojos de hierro se clavaban sobre el par de asaltantes que le habían derribado.
—Déjenlo. —les ordenó— ¿qué hacen perdiendo el tiempo? Acudan al llamado, yo me hago cargo aquí.
Sorprendentemente, obedecieron. Ella se le acercó y, mientras el cantor se levantaba, le interrumpió incluso antes de que él abriera la boca.
—Vete. Vete Ulf. Ya no hay nada que hacer acá.
Quiso responderle, pero no encontró palabras para su desprecio. Ella lo captó y una lágrima rodó por su mejilla, desconcertando al amigo del caballero. Ocultó el rostro tras su cabellera negra, y su voz se oyó entrecortada:
—Tienes… tienes razón en odiarme. Pero… pero vete ahora. Antes de que… antes de que te tengan a ti también, y no pueda hacer nada más.
Y diciendo eso, espoleó su montura y se dirigió al claro, donde Alcico rendía ya a Edward y sus hombres.
El caballero fue atado junto a los restos de su mesnada, de rodillas en medio del lugar de la contienda. Alcico disfrutaba de la situación, burlándose a sus anchas. Se oyó entonces el galopar de un caballo y Edward vio que una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de su enemigo.
—¡Ah! ¡Tú debes ser Clara!
El corazón le dio un vuelco, mientras la sangre le hervía: ¿habían capturado a Clara también? ¿Qué pretendían hacer con ella esos animales…?
Desde sus espaldas, le llegó la respuesta, con la conocida voz:
—Sí, soy yo.
Y cuando pasó frente a él, vio que la escena era muy distinta a la que se había representado. A la joven nadie la conducía, sino que ella misma se presentaba a caballo. No era una prisionera. Mudo, presenció cómo el mismo Alcico le sostenía el estribo para que descendiera de su montura. Lo que vino después fue solo la confirmación amarga de lo que estaba presenciando:
—Pues bien que habremos de recompensarte, Clara. Después de esta victoria, que me ahorquen si no te pago como mereces.
La joven asintió, en silencio, sin mirar a los cautivos. El jefe dio la orden de levantarlos y de dirigirse hacia el campamento base, a donde serían conducidos.
Sin ser notada, Clara no pudo evitar dirigir una furtiva mirada a Edward. Una mirada que el hombre sintió tan llena de pena, de angustia, que le dejó aún más confuso, si es que aquello era posible.
No lejos de allí, en la espesura, Ulf seguía sigiloso el avance de los bandoleros.
Continúa en "Vengar la sangre".
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