Edward o El Caballero Verde, Parte XXVI

 El hacha de los bosques

El hacha sobre la encina

La mañana había dejado lugar a la tarde, y el sol ya comenzaba a morir cuando la vida se retomó, cansina, en el campamento. Edward y sus hombres seguían atados a los árboles, sin que nadie se hubiera ocupado de ellos, dejados a su suerte mientras los maleantes gemían su resaca. Luego de incómodas y largas horas, el cansancio había vencido al hambre y demás necesidades y algunos habían conseguido dormitar entre sus ataduras. Pero para cuando eso ocurrió, sus captores habían recuperado el ánimo jocoso del día anterior. Se renovaron las chanzas, crueles.
Mas Alcico no había llegado hasta donde estaba pataneando entre los árboles. Una vez que se sintió restablecido, ordenó con voz poderosa a sus huestes para comenzar los preparativos de su plan. A Clara no pasó desapercibido que el cambio de actitud se produjo después de que un hombre a quien no había visto antes se entrevistase con el líder de los del bosque: probablemente, otro de los enlaces de Quinto, que informaba que todo estaba preparado. El momento se acercaba.
—¿Qué tal la noche, amigo mío? —le preguntó el rufián a Edward, después de dar las instrucciones a sus hombres— lamento que no hayan podido participar del festejo, pero supongo que tampoco lo hubieran aceptado —rio— pero mira el lado bueno: serás testigo ahora del gran cambio de rumbo de esta comarca, ante ti desplegaré a mis hombres, verás al primer ejército de los bosques. ¿Qué? ¿Callas? ¿Qué es esa mirada odiosa? ¡Debieras estar alegre, tú, protector del pueblo, al ver cómo ese pueblo se protege ahora a sí mismo! Aunque supongo que eso es para ti como un retiro anticipado: no te preocupes, no te queda demasiado en este mundo: en ti haré morir también al antiguo orden de cosas… Ah, claro, no respondes ¿la mordaza, cierto? Disculpa mi torpeza —volvió a reír, mientras retiraba el trapo— ¿así está mejor? 
—Hablas y hablas, pero no tienes idea de lo que dices, Alcico. ¿Esto, un ejército? ¿Es que has visto alguna vez en tu vida qué es un ejército? 
—Oh… tú también hablas de más, pero te lo perdono porque no te queda otra cosa. ¿No te impresiona? ¿Cambiarías de opinión si me vieras a caballo, como un general frente a mis hombres? ¡Muchachos! Enseñémosles a nuestros huéspedes nuestra fuerza. ¡Tráiganme uno de sus caballos! ¡Qué digo! ¡Tráiganme “el” caballo! ¿Te gusta el azabache, verdad, Edward? Creo que un tiempo fue tuyo —lanzó de nuevo una carcajada— ¡Pues verás cómo me queda mejor a mí, ese bruto!
Ante esta nueva ocurrencia del jefe, sus secuaces se abalanzaron al corral de los caballos, para buscar el precioso corcel. Pero nadie pudo encontrar al noble animal. El rostro de Alcico se ensombreció. ¿Cómo es que no estaba? ¿Alguien acaso se había atrevido a robarle? ¿A él, su líder? Las sospechas apuntaron de inmediato al que tenía por encargo el cuidado del corral, quien, pálido, juró que nada sabía. Comenzó una exhaustiva pesquisa. ¿Faltaba acaso alguien en el campamento? Si llegaba a ser así, cuando pusiera las manos sobre el traidor… pero no. Estaban todos sus hombres, no faltaba ninguno. Solo el caballo había desaparecido.
Ahora Alcico se preocupó ¿qué significaba aquello? El hombre de Quinto que había llegado al campamento le observaba entre intrigado y sospechoso. El líder se puso nervioso, sus hombres no supieron por qué era que había comenzado a transpirar, y supusieron sería ira contenida. Fue Ulderico quien dio la campana de alarma.
—Esto es grave. Si alguien ha salido de este campamento con el caballo, y no es uno de nosotros…
—Sí, sí, ya sé, juglar. Ya sé lo que significa.
—¿Y sabes, entonces, qué es lo que hay que hacer? Se acabaron los juegos Alcico. No podemos tomar riesgos. Manda que nos vayamos de aquí.
—¿Y comprometer mi triunfo? Él… —se contuvo antes de pronunciar el nombre de Quinto: esa conversación podía ser oída— … ya vienen más de mis fuerzas hacia aquí.
—Concuerdo con Ulderico —interrumpió el otro— esto es peligroso. Y tienes aquí prisioneros que son como la miel para los osos que nos persiguen. No sé si me explico bien…
—Estoy harto de la verborrea de ustedes, artistas de pacotilla —dijo cansado Alcico— pero no soy idiota. Sé lo que quieres decir. 
Y alzando la voz, bramó, para que todos se enteraran:
—¡Muchachos! ¡Cambio de planes! Esto se acabó, nos vamos de aquí. Alguien nos ha delatado, y tenemos que movernos rápido, ya saben cómo obrar. En cuanto a nuestros huéspedes, lamento decir que no podrán acompañarnos: les teníamos reservado un final espectacular, pero tendremos que adelantarlo. Sin embargo, el enemigo se enterará de todos modos de su fin, que servirá para entretenerlos mientras atacamos por sus espaldas. Empaquen todo, y nos reuniremos junto al fuego de anoche: quiero que los prisioneros estén en primera fila, para ejecutar la sentencia. Traigan mi hacha: al pequeño Edward lo mandaremos en pedazos de vuelta a casa.
Las crueles palabras se vieron opacadas por la algarabía que suscitaron, mucho más cruel por hacer de tal sentencia una mofa banal. Edward no pudo evitar temblar, aunque hubiese querido mostrarse valeroso. Clara, por su parte, quedó paralizada como si la hubiese alcanzado un rayo. 

—He venido en nombre del barón, lord Geoffrey de Aucus.
Casiano le miró con una mirada torva, analizándolo de pies a cabeza. Parecía ser un chico despierto. Firme y sin amedrentarse, le sostenía la mirada con paciencia, vestido con las insignias de la guarnición de Calidia. Iba perfectamente armado, aunque había llegado con una escasa comitiva hasta Urbia. El gobernador del sur no quería que sus movimientos fueran notados, todavía.
—¿Qué nuevas traes del señor del Calidia? Descansa, el viaje ha de haber sido largo.
—Largo no, señor, mis compañeros y yo lo hemos hecho en una jornada. Pero ha sido extenuante. Si no fuera por las monturas de relevo…
—Si recorrieron esa distancia en tan poco tiempo, y cobrando las vidas de sus animales —dijo impresionado el corregidor— el asunto debe ser importante. El barón es hombre prudente.
—Todos, hombres y bestias, estamos dispuestos al sacrificio por él, señor. Correr para cumplir sus deseos es una carga gustosa, bajo el mando del pacificador de los mares. Y es también un honor el estar frente a vos, a quien lord Geoffrey tiene en alta estima.
—¿Pacificador de los mares?
—Así es, mi señor. He venido a daros la noticia. El barón ha sometido a los piratas. Y quiere dar en un mismo movimiento el golpe de gracia en los bosques, mientras aún tiene a sus fuerzas movilizadas y contando con la sorpresa de la victoria. Por eso el apuro en venir hasta aquí. Está al tanto de vuestras operaciones, y responde a vuestro último mensaje, en que le poníais al tanto de la celada tramada contra Alcico, por mi medio. Mi señor os felicita, y por vuestro conducto quiere felicitar a sir Edward de Uterra. ¿Habéis ya apresado a los cabecillas? El barón viene ya con sus hombres, y quiere estar en el momento del triunfo. O, si aún hay campaña por delante, terminarla. Os pregunta si conocéis ya el escondite de los rufianes, pues para él será un gozo acompañaros en el asalto final.
Todo lo que oía Casiano parecía como fuera de lugar. Lo que debió haber sido un sueño, por el honor que destilaban las palabras de predilección del barón, eran en cambio ahora como una pesadilla. Aquel no era solo un mensajero: para entregar aquel mensaje debía de ser, cuando menos, uno de los hombres de confianza de Geoffrey. Y ahora tenía que, en cambio, informarle de su fracaso...
—El barón me honra con sus palabras. Pero he de comunicarle malas nuevas. 
—¿Cómo decís, señor?
—El plan se ha torcido. De algún modo, los rebeldes estaban advertidos. Sir Edward ha caído junto a sus hombres, ignoro si vive aún o no. Los bandoleros han desaparecido en medio del bosque, y no tengo pistas de su paradero. En buena hora viene el barón con los suyos, pero lamento que no podré ofrecerle un guía hasta la guarida de los malhechores.
La admiración que el mensajero traslucía por Casiano de Urbia se fue apagando conforme oía sus palabras. En su lugar, una sombra de preocupación veló su rostro. 
—Malas nuevas son, en efecto, señor —contestó— pues no he terminado yo de deciros todo lo que había de informar. El barón viene hacia acá no solo por los bandoleros. Esperaba confiado en que vos hubieseis conseguido vuestro propósito, pues en la campaña contra los piratas obtuvo información importante sobre los hombres del Este. El reino de Nifrán está tenso. Hay quienes se oponen a Theleas, el rey de los alanos, y sabemos que esos bárbaros codician esta región. Mi señor cree que los clanes opuestos al señor de Nifrán han tendido lazos con los hombres del bosque.
—Eso no es posible a menos de que…
—Sí, a menos de que Quinto esté detrás. Podéis hablar sinceramente conmigo, estoy al tanto de todo. Lord Geoffrey confía en mí.
Casiano volvió a pasear su mirada sobre el mensajero. Era ciertamente un hombre capaz.
—Óyeme —le dijo— Quinto ha estado manipulando las cosas aquí para hacerse con el señorío de Namisia. Si, además, a través de los bandoleros, ha establecido contactos con los alanos, entiendo ahora que su objetivo nunca fue solo el comercio de la madera. Es capaz de entregar esta región a los bárbaros, a cambio de obtener el poder que anhela. Sé del rey Theleas, pues he estado en las Llanuras Salvajes. Es hombre audaz, como dice su apodo. Pero jamás invadiría el Imperio, no tiene interés en guerras y sangre, como la mayoría de los bárbaros. Su audacia ha consistido, de hecho, en pacificar a su gente. Gobierna como un padre y tiene mano firme, y si se le provoca, puede ser temible. No me extraña que tenga opositores. El día en que deje el trono, tendremos problemas si el reino lo ocupa alguno de ellos.
—¿Debiésemos recurrir a la legión, señor? Ahora es un asunto de fronteras.
—Por ningún motivo. En el estado actual de cosas, con Marcus adulando al rey turdetano y al emperador, la legión la pondrían en manos Quinto, y sería el fin. No. He fallado yo y es mejor que me retire: de ese modo, pagaré el precio de la deshonra y el barón podrá seguir adelante sin mí. Comunica esto a nuestro señor: Casiano de Urbia depone en sus manos su autoridad, y suplica su perdón.
—Señor… —comenzó a decir, impresionado, el mensajero. Pero fue interrumpido por un golpeteo en la puerta.
Antes de que pudiesen responder, se abrió de golpe, y entró, agitado y cansado, Ulfbardo.
—¡Casiano! —gritó— ¡ven pronto! ¡Edward está en peligro!
—¿Y crees que no lo sé? ¿Son estos modos de irrumpir y dirigirse a…?
—Oh, olvida el protocolo, maldita sea. Toma ya esa espada, que para algo la tienes, y sígueme. No hay tiempo que perder.
—¿Queréis que me deshaga del insolente…? —intervino el mensajero.
—Cierra el sucio pico, hombre desconocido —le interrumpió enfadado Ulf— el mejor de los caballeros del Imperio, con su mesnada, tiene en peligro su vida, y solo yo se dónde está. Deshazte de mí, y habrás perdido también la posibilidad de salvarlo.
Casiano abrió los ojos, sorprendido.
—¿Sabes dónde está Edward?
—¡Oh, cuánto tiempo vamos a perder en cháchara! ¡Por supuesto que lo sé! Acabo de huir del campamento enemigo ¿por qué, si no, estaría aquí? Vamos, que hemos de volver allí antes de que decidan mudarse, esos nómadas del bosque. Maldito bosque, malditos maleantes —agregó, escupiendo al suelo. 
—Muéstranos, dijo Casiano. —y mirando al mensajero, agregó:— y tú, corre a dar aviso al barón, que se reúna con nosotros cuanto antes. Aún hay esperanzas de salvar el Sur, antes de que sea tarde. Olvida lo que te dije hace un momento.

La noche había caído sobre el campamento, desmontado ya. Los bandoleros se habían reunido junto al fuego, listos para irse de allí, en medio de la oscuridad. Pero antes, habían de terminar lo comenzado, los prisioneros eran un lastre, y debían mandar un mensaje claro a las autoridades del Imperio. 
  Clara iba de acá para allá. No podía creer lo que estaba pasando. Trató de acercarse a Edward durante el día, pero temía que la descubrieran. Abrazó en algún momento la esperanza de que Quinto se presentase de un momento a otro, cobrar su venganza y liberar a Edward, pero sabía que era un deseo iluso. No había manera de que el regente estuviese siquiera en camino, si no tenía aún asegurada la victoria. Y ahora, esa noche, acabaría ante sus ojos la vida de sir Edward. No podría volver a ver a la cara a Lope y Madalena después de eso…
Alcico mandó atar la mesnada del caballero en una hilera de árboles, no lejos del fuego. Exhaustos, colgaban por las muñecas de las ramas secas. Al caballero lo tenían aparte, sujeto por fuertes hombres, pero ya no se debatía, sin fuerzas. 
A un gesto del líder, se adelantaron unos arqueros. Clara vio fiereza en sus ojos, y supo que serían terribles, pues sus compinches callaron. Eran en su mayoría rubios y fuertes, vestían de modo exótico, con largas pieles borladas y, detalle que no pasó desapercibido, llevaban una anilla abierta, dorada, al cuello.
“Llevan el torque”, se dijo Clara, sorprendida “no son simples vagabundos del Este; si tienen el torque, son guerreros de los clanes: los rumores son ciertos, entonces, los bárbaros están colaborando con Alcico y con Quinto”. Además, pensó, si ahora comenzaban a usar el distintivo anatolio abiertamente, confirmando así las noticias que corrían, significaba que la conjura llegaba a su fase final.
Alcico hizo un gesto, y los bárbaros tensaron sus arcos. Con calculada precisión, las saetas volaron. Gritó Frulien. Se quejó Beltrán. Alonso estaba sin fuerzas para replicar. Edward observaba impotente. Arnaud fue atravesado varias veces. Resonó la corteza a la espalda de Ximeno. Hubiese querido no mirar, pero no podía hacerlo. Sus hombres. Lluvia de acero sobre Alonso otra vez. Un gemido se escapó del pecho del capitán de Uterra. Sus amigos… Rodaron lágrimas por el rostro del caballero, al tiempo que brotaban sangre y alaridos de sus camaradas.
De nuevos las flechas. Ninguna, sin embargo, causó heridas mortales. Cada una era una punzada de dolor, una llaga ardiente, pero no letal. El líder sonreía. 
—¡Basta! —gritó Edward— ¿Qué haces? ¿Por qué…?
—Oh, Edward, porque se me antoja. Porque no hay nada más dulce para mí que esas lágrimas en tus ojos, que me estoy cobrando por todas las que tu Imperio ha hecho rodar en las mejillas de mi gente. Pero no te preocupes, en su momento, todos ellos morirán, lentamente. Pero primero verán cómo acaba tu vida, también. Todos, salvo uno: alguien tiene que contar lo ocurrido ¿no te parece?
En efecto, los bárbaros habían dispensado a uno de los atados, a Pelayo, que no había recibido disparo alguno. El rufián volvió a hacer un gesto.
—¡No! —gritó Edward, en vano. Los dardos volvieron a caer, certeros, provocando los dolorosos gemidos, la angustia terrible.

Clara se retorcía los dedos. Era peor de lo que había imaginado. Era tan… innecesario. ¿Qué trataba de probar ese monstruo? ¿De qué le servía cobrar esas vidas? Oyó entonces el diálogo con Edward “me estoy cobrando todas las lágrimas que el Imperio hizo rodar en las mejillas de mi gente”, había dicho. 
Y se quedó helada. Sangre por sangre. Llanto por llanto. Alcico… Alcico era ella. Y ella, era Alcico. 

—Basta por ahora —dijo con calma el rufián— tienen que estar vivos para el siguiente acto. Traigan mi hacha. 
Bajaron sus arcos. El campamento entero, hombres y mujeres, hacían un amplio círculo entorno al fuego que iluminaba la escena. Los hombres de Edward se desangraban como frutos macabros colgando de los dedos de los árboles. Al caballero lo tumbaron sobre una larga viga, una rama ancha de antigua encina, y ataron extendidas sus manos y sus pies al madero. La hoguera crepitaba y alargaba las sombras cuando uno de los secuaces entregó su enorme hacha al líder. Sus ojos reflejaban las rojas llamas cuando, alzándose en toda su estatura, levantó el arma y preguntó al aire: 
—Bien, ¿por dónde debiera comenzar? ¿Una mano? ¿Un pie? Es importante trozar suficientes pedazos para que todos tengan el suyo. ¿Preferirá Casiano un dedo, o la cabeza? 
Risas horribles contestaron a sus preguntas. Alcico preparó el golpe, llevando la cabeza del hacha hacia atrás y separando los pies. 

Por la floresta, cabalgaban con prisa. Nada importaban las tinieblas, o los árboles o los caminos. Ulf hincaba incesante las espuelas a su cabalgadura. Cerca podía oír el batir de alas de Setari, siguiendo sus pasos. Casiano iba en la bestia. Toda la guarnición de Urbia, detrás. Por el Creador, que no fuese demasiado tarde.

De pronto, Clara entró en sí. Dejó de temblar. Sus ojos, se volvieron fieros. Vio cuando el brutal jefe levantaba el hacha. Estaba a poca distancia, y le parecía que ha había vivido ya esa escena. Se sorprendió al ver el puñal volar, y más aún cuando se dio cuenta que fue su propio brazo quien lo arrojara. Alcico gritó, alcanzado en una mano, y el hacha cayó inútil sobre la hierba. 
—¡¿Quién ha sido…?!
Clara no esperó a que la descubrieran. Sin dar un segundo de respiro, cuando el hombre se volteaba en su dirección, una segunda daga saltó hacia él e hizo brotar la sangre en su amplio pecho. Como una torre que se desmorona, el rufián se desplomó junto al arma que hace un momento cayera de sus manos. Hubo un instante de perplejidad, que la joven aprovechó para hacerse con la espada del caballero, y lanzarse sobre el madero a liberarle. 
De inmediato, todos se abalanzaron sobre ellos, horrorizados y furiosos. En la confusión, Clara cortó las cuerdas de Edward, quien se levantó con esfuerzo. Ya caía sobre ambos el acero de los ofendidos, pero la chica detuvo un primer golpe bien dirigido con la espada que aún aferraba con ambas manos. 
Edward, aunque al límite de sus fuerzas, sintió que la adrenalina palpitaba en sus venas, y sin pensarlo dos veces recogió la formidable hacha y lanzó un bien dirigido golpe, que abrió allí mismo a uno de sus captores por la mitad. Los dos jóvenes juntaron espaldas, al tiempo que los villanos daban un paso atrás, amedrentados por el caballero que había sido el flagelo de los bandoleros, blandiendo ahora el arma que había sido también terror de los bosques. Algún desafortunado, creyendo que la guardia estaría más baja por el lado de la mujer, vino a probar con su vida que Clara sabía qué hacer con una espada, más con una tan buena como la de Edward. 
Con pavor y desprovistos de un líder, es seguro que aquellos bandidos se hubieran dado a la fuga con tal de conservar la vida. Pero no estaban desprovistos de líder. Se oyó una voz familiar para Clara, más allá del círculo que los rodeaba.
—¿Qué están haciendo que no atacan ya? Son solo dos, montón de estúpidos.
La figura de Dardán se abrió paso. 
—¿Es que tengo que enseñarles también cómo se hace esto? —dijo, furioso. Traía un bulto en las manos, que Edward no pudo ver bien en la oscuridad. Entonces, lo arrojó a sus pies, mientras decía— Esto es lo que tienen que hacer con ellos, imbéciles. Rápido, quiero completar la colección.
Con horror, Clara y Edward vieron lo que había sido tirado delante de ellos. Era Pelayo. Es decir, había sido Pelayo: ahora era solo su cabeza.
—¿Qué esperan? —rugió el criminal— O me traen sus cabezas, o yo les quitaré a ustedes las que llevan encima.
Los bandoleros se volvieron hacia ellos, con gesto ahora feroz. Era el fin.
Ni Clara ni Edward supieron cuántos golpes resistieron. Cobraron caras sus vidas, tasadas en sangre de rufián. El caballero combatía con ira, azuzada por la rabia del recuerdo de los amigos. Pero pronto, el cansancio se hizo presente en sus brazos.
Dardán se presentó ante ellos, dispuesto a matar. Dirigió su golpe a Clara, a quien miraba con odio. Edward vio que ella no respondería a tiempo a ese golpe, enzarzada con otro oponente. No lo pensó dos veces: saltó entre ambos y recibió la estocada. La joven gritó de espanto. El rufián hubiese querido lanzar un alarido de alegría. Pero no pudo: el caballero, al interponerse a la estocada, lo hizo con el hacha preparada: su acero había mordido el pecho del agresor, que sintió el frío contacto del metal destrozar la juntura de sus costillas. Con los ojos bien abiertos, agonizando, dirigió una última mirada a Clara y gimió:
—Esto… es… tu culpa.
Y luego se desplomó, exánime. Edward giró sobre sus talones. Una sonrisa tonta de suficiencia bailaba en sus labios. Pero de su costado herido brotaba abundante la sangre. Quiso decir algo, pero sus ojos se entornaron, blancos, y cayó él también. Un silencio siguió a esa caída y la joven, atónita y arrasada en lágrimas, se inclinó sobre el cuerpo, la roja espada aún en la mano. 
Y entonces otro grito se escuchó: el canto poderoso de un águila, seguido por un rugir de hombres. Y el bosque se volvió a llenar de acero: Casiano y los suyos llegaban guiados por Ulf, y los bandoleros se batían en retirada. 

Ulfbardo emergió del bosque, y lo primero que vio fue a Clara, espada en mano, sobre un cuerpo, que inmediatamente asoció a Edward. Se lanzaron al ataque, mientras el cantor señalaba a la muchacha: ella había sido la traidora. En rededor, los maleantes huían, aterrorizados por la presencia del grifo, más que de las huestes. Aquello era todo un pueblo el que se desbandaba: entre los prisioneros había incluso un juglar. Edward, gracias al Cielo, vivía aún, aunque apenas. Fue llevado con prisa no a Urbia, sino a Calidia. Setari mismo fue su montura. Ese día Casiano se tomó su venganza sobre los hombres del bosque, y Ulf se aseguró de que Clara de Ilía fuese a parar a la mazmorra que le correspondía por su traición. 

Continúa en "Despedidas"

Comentarios

Entradas populares