Elena abandona Nifrán

Cuando salió al balcón, la brisa de la tarde le trajo el aroma de las rosas del jardín, cuyo perfume inundó sus sentidos. Los rayos del sol llovían oblicuos sobre la ciudad y el lago, y todo parecía sumergido en somnolienta calma. Tal tranquilidad le pareció un insulto. Nada en ese clima idílico de verano se condecía con la tormenta que se había desatado, que ella había desatado, en el palacio real de Nifrán. La paz era solo una ilusión, un deseo perezoso. ¿Cómo podía todo el mundo estar tan tranquilo, si las noticias del norte y del oeste eran de día en día más inquietantes? ¿Cómo es posible que nadie se dieran cuenta? ¿Por qué su padre no la había respaldado, él que mejor que nadie veía el peligro delante?

Suspiró apoyándose en la balaustrada y paseando la mirada por la ciudad, por su hogar. Nifrán era hermosa. Sobre una suave colina, sus casas de piedra y de madera tallada se expandían armoniosas hasta casi tocar las aguas del Lago de Cristal, que a esa hora de la tarde hacía honor a su nombre reflejando los últimos resplandores del sol. Pronto, su superficie especular replicaría los centelleos de las estrellas del Este. Fuertes murallas de piedra labrada protegían la ciudad y separaban el burgo de las huertas y campiñas de los alrededores. Pronto, desde el Salón del Rey, allí mismo donde ella estaba, sonaría el cuerno de sus ancestros y las puertas se cerrarían por la noche. 

No podía enojarse realmente con la calma que la circundaba. ¿Qué sabían el lago, los muros, las gentes del burgo y de los campos, de las amenazas que hubieran podido turbar sus ánimos? A ella la acusaban de querer forzar que fuese todo según su voluntad. Ciertamente, el sol y las estaciones no se plegarían a ella, por mucho que le pareciera más adecuada una tormenta con truenos y relámpagos para enmarcar los sucesos de ese día.

Suspiró recordando. La tensión se sentía desde hace meses. Años quizás, pero entonces ella era muy pequeña para haberlo notado. Desde el Norte los druidas fenóritos habían cruzado la muralla de su exilio. El Imperio de Dáladon les había hecho frente en los Campos Brunos y el desastre fue total. Como princesa de estirpe alana, la suerte del Imperio, viejo enemigo de las naciones del Este, no debiera haberle importado. Eso es lo que decían los consejeros del rey, al menos. Pero ella no se tragaba eso de "los enemigos de mis enemigos son mis amigos". No se lo tragaba, porque los hombres que habían cruzado la muralla no eran de fiar. Cuando era niña su madre le había relatado las historias de los tiempos antiguos, la terrible iniquidad de aquellos exiliados, sedientos de venganza. Y los relatos que se oían de día en día en la corte le daban la razón a esos viejos cuentos: la conquista del Imperio se hacía en ese momento al precio de persecución y sangre inocente. Y si un tercio de lo que se contaba de los Campos Brunos era verdad, el pueblo de Nifrán, por mucho orgullo alano que tuviera, no podría oponerse por sí solo a esas fuerzas, el día que estas decidieran expandirse hacia el oriente. El Imperio de Dáladon respetaba las fronteras de Nifrán. El rey debía reconocer que, a pesar de tensiones históricas, para él al menos Dáladon había sido un aliado, aunque fuera por omisión.

¿Entonces? ¿Por qué esperar, por qué no actuar? La calma que la rodeaba volvió a golpearla. Nifrán dormía, y esa somnolencia le costaría la vida. El cuerno sonó, las puertas se cerraban. Si ellos se negaban a intervenir en favor de sus vecinos, el ostracismo les costaría caro. Ella se lo había dicho con todas sus letras al rey. En privado, varias veces. Pero hoy había sido distinto: hoy se había decidido a apostarlo todo. Intervino intempestiva en el consejo de los líderes de Clan. Se había dirigido directamente a la Corona, exigiendo un cambio, una decisión. Hubo indignación en el Middhall. ¿Es que la princesa no sabía cuál era su lugar? No le correspondía a ella hablar de guerra o de paz, menos aún a su edad. Pero ella inisistió, desafiante, los ojos escrutadores perforando con la mirada a los asistentes, clavándose en fin en los del rey. 

Sin embargo, de poco le valió, más que para despertar la ira regia. La discusión se acaloró, puesto que él no podía mostrarse mandoneado por su hija frente a sus hombres. Si cabía alguna duda en su espíritu de lo que debía hacer, la intervención de Elena le forzó, en cambio, a tomar el partido contrario. Amenazante, le ordenó retirarse. Ella rehusó. Él se obstinó en su decisión: ningún guerrero saldría de los límites de su reino para participar en una guerra que no era la suya. Uno de los consejeros aventuró que quizás debieran, de hecho, ir en apoyo de los fenóritos, esperando luego ser recompensados por quienes tenían la fuerza de vencer al Imperio... y entonces la furia del monarca, apenas contenida por tratarse de su hija, se desencadenó sobre el desafortunado. ¿Cómo se atrevía a sugerir que los alanos mendigaran vilmente la aprobación de esos monstruos? ¿Es que eran perros, lacayos, acaso? La decisión era firme: Nifrán no participaría de la guerra, ni por unos, ni por otros. 

Con la impotencia quemándone los ojos, ella se retiró bajo miradas de desaprobación que intentaban humillarla. Sabía que su padre la buscaría después de las audiencias para hablar en privado, pero ella ya no podía simplemente hablarle. Había tomado su caballo y galopado cuanto pudo en una mañana, atravesando los campos, y los bosques, y las colinas... hasta que su corazón tomó una resolución. 

Hacía poco que regresó al palacio, solo para que la calma del día la irritara una vez más. Sin embargo, qué hermosa era Nifrán, en la luz mortecina del día. Entonces alguien la llamó: al volverse vio a su criada con orquídeas entre las manos. Orquídeas azules.

—El rey os las envía, mi señora. 

Elena sonrió al tomar el ramo. Esto era una petición de paz. Su padre sabía cuánto amaba esas flores azules, sus favoritas. Dejó que su nariz se perdiera en su aroma, mientras despedía con un gesto a su doncella. El perfume llenó sus pulmones.

El azul de las orquídeas, sin embargo, era un símbolo de pureza y de tranquilidad, de paz. Todo lo contrario de lo que parecía amenazar el horizonte de su pueblo. Volvió a lanzar una mirada por sobre el balcón. La noche casi había llegado y se encendían los hogares, iluminando las ventanas y las callejuelas por tramos. Había mucha jovialidad en el espectáculo de las luces brillando en la noche, luces que le recordaban los festivales de primavera, las danzas del verano. Y sin embargo, ella era la única en percibir la inminencia del otoño, la muerte invernal. Observando colina abajo vio correr las escenas de su vida, corta y pacífica hasta ese momento. Cuántas veces no había jugado en esas callejuelas, reído junto al lago, paseado por los bosques... cuántos recuerdos que debía dejar. Su padre quería conservarla como una orquídea en un vaso. Pero las flores en vasijas lucen un tiempo y luego se marchitan.

Se apoyó en la baranda escuchando los latidos, la respiración de su ciudad natal, de sus gentes. Lágrimas surcaron sus ojos pensando en su padre y en su madre. Pero la decisión estaba tomada. Por ellos lo hacía, para que pudieran ver de nuevo elevarse el sol en la siguiente primavera, sin tener que inclinar la cabeza frente al brazo de hierro de los hombres del Norte. 


Al amanecer, había alcanzado ya la linde de los bosques, y se permitió una última mirada hacia atrás. Los rayos del sol despertaban en ese momento los campos alrededor de la ciudad, y hacían brillar los tejados del Salón del Rey. Nifrán se alzaba hermosa en su colina, mirándose en espejo del Lago de Cristal. Elena suspiró apenada: no sabía cuándo volvería a ver su patria. Debía avanzar: muy pronto su padre, el rey Theleas, notaría su ausencia. Y ella debía dejar el reino, emprendiendo la marcha hacia el Imperio de Dáladon. Su padre no había querido hacer caso de sus consejos, absteniéndose de ayudar a una nación que los consideraba bárbaros y poco menos que nómades. Pero eso era un grave error: bien sabía Elena que, si en la guerra en que estaban inmersos sus vecinos del oeste se imponía la facción de los fenóritos, no habría nuevos amaneceres en Nifrán. Si el rey no acudía en socorro de Dáladon, lo haría la princesa. Con esta resolución, volvió los ojos hacia delante, y dejó atrás las tierras de los alanos



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