La Orden de Montdragón
El final de la Primera Guerra Druídica cambió por siglos el mundo. No solo porque fue una lucha enconada y sangrienta, o porque los fenóritos, acompañados por fuerzas oscuras y bestias terribles, estuvieron al borde de vencer, o, en fin, porque los pueblos de Dáladon, capitaneados por el emperador y los reyes y ayudados por criaturas poderosas lograsen al final sobreponerse y salvarse. No. Todo eso es cierto e importante, pero lo que hizo que la Historia cambiara para siempre fue la aparición de sir Ruggier de Oromonte.
Como ya te he contado en otro post, Ruggier fue el primer caballero dragón. Fue él quien convenció a la estirpe de Draco de salir de su neutralidad y proteger a los pueblos que resistían a la amenaza fenórita. Sin su ayuda, la batalla se hubiese perdido. Los druidas entonces recompensaron a Draco concediéndole el fuego de sus entrañas, y a Ruggier poniéndolo a la cabeza de estas nuevas criaturas, conocidas desde entonces como dragones.
Obviamente, la aparición del caballero dragón y de los dragones alteró definitivamente la posición de Dáladon y sus reyes en el mundo. ¿Quién podría oponérseles? ¿Qué amenaza amedrentarles? Todo esto tuvo su parte en la soberbia daladonense, que durante siglos crecería y corrompería silenciosamente los corazones, hasta el umbral de la Segunda Guerra Druídica. Pero nos alejamos del punto.
El tiempo que siguió inmediatamente a la batalla final fue duro. Los druidas fenóritos habían sido vencidos por la fuerza, pero sus doctrinas estaban aún vivas. El pueblo que con ellos había vuelto de su primer exilio en el helado norte las profesaba. Y no parecía dispuesto a volver a esas tierras inhospitas. Los druidas fenóritos, por su parte, si bien no podían ya pretender hacerse con el poder de Dáladon, estaban sin embargo aún allí, y su poder sobre la naturaleza, como el de los druidas fieles, era bien real, aunque quizá proveniente de fuentes distintas.
En efecto, la devastación que los druidas de uno y otro bando habían causado fueron cataclísmicas: las montañas se elevaron, los ríos cambiaron su curso, regiones enteras se desertificaron ardiendo de fuegos arcanos... el mundo no podría soportar un nuevo conflicto sin consumirse. Era necesario que vencedores y vencidos llegaran a un acuerdo, a un pacto.
Cuando unos y otros comenzaban las tensas negociaciones y los fenóritos temían que los daladonenses, saturados de poder y de rencores por el ataque que había causado la guerra, aprovechasen su nueva posición para aniquilarlos (un fenórito no podría pensar de otro modo, pues es lo que él hubiera hecho), he aquí que los vencidos reciben una noticia inesperada. En secreto, un grupo de la estirpe de Draco, que no había querido acudir con él y con sir Ruggier a la batalla, se había acercado a los druidas fenóritos en su fortaleza del norte, Dágoras. Estos reptiles habían perdido su oportunidad de ayudar a la humanidad y de convertirse en dragones. Ahora, avergonzados frente a sus repentinamente más poderosos hermanos, acudían a los druidas sabiendo que la muerte de Tsi-Harthis, la cobra de plata, bajo las garras de Draco había dejado un vacío en el norte helado. Los fenóritos se sonrieron satisfechos e, invocando los espíritus inmundos con los cuales habían pactado desde antaño, crearon sus propios dragones.
Los fenóritos comprendían muy bien que el emperador y los reyes tendrían siempre la ventaja mientras Ruggier de Oromonte y la estirpe de Draco protegiera las negociaciones. Había, pues, que desacreditarlo, poner al pueblo y, si posible, a los mismos reyes en su contra. Para lograrlo, orquestaron el ataque de sus nuevos dragones. Fue el inicio del Terror Ardiente.
Las enormes bestias sobrevolaron las tierras imperiales, sembrando terror y destrucción, pero sobre todo confusión. ¿Por qué los dragones atacaban el Imperio? ¿Qué ocurría? Sir Ruggier se defendió diciendo que ni él ni sus dragones estaban implicados en las razias... pero los monstruos que tomaban posesión de pueblos y castillos afirmaban otra cosa. Parecía que una nueva era de las bestias estaba por comenzar.
Los druidas fieles, que habían dado la soberanía sobre las bestias al caballero, exigieron que este hiciera uso de sus dones para controlar a sus súbditos, pero como de hecho Draco y los suyos no estaban implicados, nada de lo que hiciera Ruggier, sin importar cuántas veces pronunciara las palabras de poder, tenía resultado. Mientras tanto, la lengua maldiciente de los fenóritos susurraba en las orejas de los reyes que el caballero de Oromonte en realidad no quería dominar a sus bestias, pues le interesaba ser el nuevo soberano indiscutido... del mundo entero.
Ruggier era un guerrero leal y corajudo, pero no un hombre político. Completamente perdido en las intrigas de palacio, y sintiendo que el temor en su entorno le ganaba además el odio de los pueblos, reaccionó violentamente a las acusaciones fenóritas, dichas siempre a media voz, indirectamente. Airado, desafió a los druidas, afirmando que mejor sería volverlos a exiliar a todos al norte helado, donde sus palabras envenenadas se congelaran en sus gargantas. Los negociadores fenóritos tomaron ocasión del exabrupto verbal —y de la espada, desenvainada y amenazante, que imprudentemente Ruggier había hecho brillar en apoyo de sus gritos— para aparecer como las víctimas de la furia del caballero, dandoles aún más credibilidad a sus dichos, y ancendiente sobre el pueblo que les seguía.
El golpe de gracia fue el ataque de Rauthrak, el gran dragón rojo, que asaltó el castillo en la montaña donde las negociaciones tenían lugar. De más está decir que esa montaña era el sitial del caballero dragón, que garantizaba la seguridad de las tratativas... los reyes peligraron la muerte en el ataque. ¿Cómo no desconfiar ya de Ruggier? ¿Quién sería tan ciego para no ver sus intenciones de destronar a los reyes?
El emperador decidió presindir en adelante de Ruggier. Deshonrado, su reclusión en la montaña, lejos de la corte de Dáladon, era lo más parecido al ostracismo al que los reyes hubieran querido enviarle, de tener las agallas para hacerlo. Dragones y caballero dragón parecían ser ahora el enemigo común de unos y otros druidas, del pueblo imperial y del fenórito... un enemigo que, se decían los maquinadores, podría terminar por pavimentar el ascenso al poder que no habían podido conquistar por las armas: era cosa de tiempo para que los reyes terminaran por confiar en los consejos de los fenóritos y menospreciar el de los druidas fieles, incapaces de dar una solución acorde a sus ideales y a la tendencia de moderación de sus poderes que tomaba más y más fuerza entre ellos desde el fin de la guerra.
Por supuesto, las armas imperiales no podían nada contra estas bestias. Así, los fenóritos comenzaron a presionar a sus pares fieles para utilizar todo el poder druídico: en sus cálculos, si lograban convencerles de que era inevitable, podrían quizás intoxicarles con el poder... y volver así fenóritos a los fieles con la excusa de un bien mayor. Sin embargo, la sabiduría de los druidas fieles sería mucho más difícil de torcer. Momentaneamente, sin que los caballeros o los druidas pudieran hacer frente a la amenaza dracónica, todo el Imperio gemía en agonía e incertidumbre.
Los druidas alargaban la decisión con discusiones interminables sobre lo que debía o podía hacerse o no hacerse. Pero Ruggier no podía quedarse de brazos cruzados. Tenía un nombre que limpiar y, sobre todo, naciones que salvar. Su primer impulso había sido el de convocar a Draco y a su raza, y salir al combate contra los dragones "impostores", probando al mundo de qué lado él estaba. Pero desistió de esa idea: Draco le hizo ver que una acción como esa, además de devastadora, solo serviría para mostrar que había una división entre los dragones, y que una parte de ellos seguía siendo fiel. Pero no serviría para limpiar el nombre del caballero, a quien podría acusársele de hipocresía y veleidad, o de haber perdido el control sobre las bestias. De uno y otro modo, con el ascendiente que ganaban día a día los fenóritos, se corría el riesgo de que el próximo caballero dragón fuese nombrado entre sus afines. Y entonces sería el fin.
No, no era una lucha de dragones la que tenían delante: era un combate entre hombres. Si Ruggier quería vencer, debía actuar como lo que siempre había sido, que es lo que en primer lugar le había permitido plegar a Draco a su causa: como un caballero. En torno a él quedaba aún un grupo de amigos leales, que le habían acompañado en sus aventuras, que habían osado junto a él a subir a la Montaña Dragón, arriesgando la ira de los reyes. Allí estaba un sabio druida, de nombre Ansálador, que veía más lejos que el común de sus correligionarios. Allí estaban varios compañeros de armas y, sobre todo, sus amigos del alma, Rennier de Valandra y Mara Largaespada. A ellos se dirigió para que le acompañaran en la nueva misión: había que desenmascarar el engaño fenórito, probar que eran ellos los estaban detras del Terror Ardiente.
Pero ¿qué hacer? "Lo primero, es salir en defensa de las regiones asoladas por las bestias del norte", dijo Mara. "Y cazar a esos monstruos hasta el último, o reenviarlos a las montañas de donde han salido", añadió Rennier. La decisión en la voz de sus amigos emocionó a Ruggier, quien tomó la palabra: "Cuando antaño la maldad de los fenóritos se manifestó por primera vez, su astucia arrastró a no pocos señores que hicieron miserable la vida de sus súbditos, borrando la justicia de la tierra. Por entonces, sir Rodomont creó la primera orden de caballería, para deshacer las injusticias, para proteger al débil. Hoy necesitamos de nuevo de brazos protectores y restauradores de la paz pero ¿qué orden puede oponerse a este nuevo enemigo? Si ninguna, entonces hay que crearla. Sé que lo que pido es quizás demasido, puede incluso que suicida, pero ¿estáis dispuestos a acompañarme en esta locura?"
Rennier, Mara, y todos los presentes respondieron afirmativamente. No era la primera locura en la que le acompañaban. Ese día fue el primero de la Orden de Montdragón. Entonces habló Ansálador: "no tiene por qué ser un suicidio. Los aceros normales nada pueden contra las corazas de los dragones, pero no usaréis aceros normales. Yo os prepararé otros, forjados con el fuego de Draco: él y su estirpe siguen siendo superiores a sus hermanos fenóritos, puesto que ellos solo pueden imitar o torcer la armonía de la creación, a la que nosotros los duidas fieles servimos. Dadme pues, un poco de tiempo, y del fuego de los verdaderos dragones saldrán las espadas capaces de vencer a los falsos".
Esta fue la primera vez que Ansálador forjó espadas en colaboración con Draco. No sería la última, y las que en el futuro haría habían sido ya profetizadas hace generaciones. Pero esa es otra historia.
La orden de Mondragón tomó las armas y comenzaron la cacería de bestias. Los caballeros de Ruggier se hicieron famosos como defensores de los afligidos e intrépidos caza dragones, atirando de nuevo las simpatías hacia su causa, y ayudando a que el caballero dragón fuese visto de nuevo con buenos ojos. Fue cuestión de tiempo, pero también de mucha sangre, para que el vínculo entre los dragones del norte y los fenóritos quedara claro: en las alturas de las montañas, cerca de la mismísima Dágoras, Mara y Rennier se enfrentaron a Rauthrak, el gran dragón rojo. Su victoria, en el centro mismo del poder enemigo, hizo evidente las lealtades de cada cual. Entonces los druidas fieles alabaron al cielo por no haber caído en la tentación de ceder a las artimañas que los empujaban a desatar el poder de la naturaleza una vez más. Y los fenóritos maldijeron este nuevo cambio de acontecimientos, que volvía a ponerlos en mal pie.
Los sucesos siguientes son conocidos: los druidas fieles abogaron por la moderación de los poderes druídicos, de manera que no pudieran volver a ser utilizados para alterar las fuerzas de la naturaleza. Los fenóritos hubieron de plegarse, temerosos de que de otro modo el caballero dragón condujese a sus hombres y a sus bestias hasta el último rincón del norte, arrasando con todos. Pues ¿no era lógica una represalia así, luego de haber ellos quemado medio Imperio?. Sin embargo, lograron imponer una condición: la disolución de la Orden de Montdragón. La demanda causó sorpresa en sir Ruggier, pero no tanto como lo hizo la reacción de los reyes, que la apoyaron. En el fondo, ellos también temían el poder del caballero dragón, si además de a las bestias aunaba la influencia de una orden militar. El Sagrado Pacto de la Promesa fue así sellado, y nunca más la fuerza de los druidas volvió a ser igual a la de los tiempos antiguos.
Sin embargo, el Pacto no evitó el exilio de los fenóritos. Algunos lamentaron esa medida desde el lado de los fieles: demasiado dura y tomada desde el miedo y la incomprensión. Pero fue efectiva: los druidas fueron exiliados, y ellos arrastraron consigo a una parte del pueblo, al que habían convencido de que todo se había tratado de una estrategema del Imperio que, a fin de cuentas, los había exiliado de nuevo. Ciertamente no ayudó a esta desconfianza mutua la decisión posterior de construir el gran muro del norte. Así, los fenóritos no solo fueron exiliados, sino cortados de toda relación con el Imperio y, con el tiempo, olvidados.
Pero Ansálador sabía que ese no era el fin de la historia. El castigo había sido vejatorio, y eso engendraría rencor y nuevas amenazas. En el futuro no habría Orden de Montdragón para proteger a las tierras de Dáladon: había de pensar en otra cosa. Fue así como fue tomando forma en su mente la idea de forjar las Espadas.
Esta ha sido la verdadera historia de sir Ruggier y la Orden de Montdragón, de cómo se enfrentaron a los dragones del norte y pusieron fin al Terror Ardiente. La vida de la orden fue corta, pero cambió el curso de la Historia.
Comentarios
Publicar un comentario